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Por: Daylíns Rufín Pardo

“Si no sabéis quién soy, si os desconcierta la amalgama de amores que cultivo…” Con este verso comienza el poema “Identidad”, escrito en la primera mitad de los años noventa por Monseñor Don Pedro Casaldáliga. Su teopoética aterrizada, fruto de una praxis religiosa informada por una espiritualidad holística y recreada a la luz de la vida, nos coloca directamente en la problemática de las identidades, y anima a preguntarnos sobre lo que dinamiza el dilema acerca de las mismas. 

Digo dilema, apegándome al sentido más estricto del término, porque saber quién es la otra persona- qué clase de ciudadana, tipo de militante y de creyente es, entre otras variables – podría identificarse como una angustia inherente a los planteos que traen estos tiempos líquidos, siguiendo a Zygmunt Bauman; y, sin lugar a dudas, acarrea consigo la difícil situación de decidir y situar un “deber ser” ante disímiles posibilidades de actuación. 

Nuestra nueva modernidad (yo, tengo mis reticencias conceptuales con utilizar el prefijo post) se reconfigura todo el tiempo, inevitablemente. Líquida como es, sin embargo, legitima muchas veces la pregunta por las identidades partiendo del buen deseo de ́identificar ́ para estar en relación con…´; pero lo cierto es que, salvo honrosas excepciones, detrás de esa pregunta muchas veces se esconde la necesidad no tanto de saber con quienes estamos nadando juntos, sino la humana- y todavía moderna- necesidad de ´clasificar´ para ´controlar´. De crear una tabla para salvar lo que consideramos no debe bajo ninguna circunstancia dejar hundirse. Tabla sin la cual tampoco ciertos grupos, personas, instituciones sentimos que podríamos permanecer a flote.

Querer identificar, entonces, se vuelve una pregunta política y un cuestionamiento sobre el poder. Lo que hacemos desde nuestros diversos espacios para satisfacer tal inquietud deviene entonces en acción, hecho y acto político de y desde nuestros poderes, esas boyas ancladas en medio de la liquidez actual, mecidas, abatidas y estremecidas por las corrientes que componen esta liquidez, pero inamovibles más allá de eso de ese lugar prefijado. (Los fundamentalismos de todo tipo a los que asistimos en estos tiempos ¿será que no se les parecen?) Y en este intento/ instinto de salvarnos salvando, se van tejiendo y reforzando las narrativas de la alteridad.

“Si no sabéis quién soy…” angustia y deseo de definir formas. Reconocer es un poder. La pregunta en sí misma, pese a la levadura cultural clarificativa y de poder susceptible de subyacer en ella que la hace crecer y multiplicarse tal cual, no es peligrosa. Lo que hacemos con las respuestas que nos va sirviendo, la salida que damos a esta, sería en sí lo que marque tal diferencia. 

La herencia cultural de nuestro continente, pese a sus disímiles particularidades, está atravesada entre otras líneas de sentido por una espiritualidad del compañerismo. Compañera es la persona con quien se comparte el pan. Lo peligroso de una pregunta sobre el quién es la otra persona o grupo, estribaría entonces en la asunción de si es merecedora, o no, de compartir y tener lugar en el espacio del com-partir. 

Además de ser una pregunta política y sobre el poder, es también un cuestionamiento sobre los derechos y, si la particularizamos a las realidades de grupos identitarios disidentes dentro del fenómeno religioso (nuevos movimientos religiosos, por ejemplo), se vuelve también un planteamiento crítico sobre la espiritualidad. 

La forma de “contar sobre…”, influye directamente sobre la forma de “contar con…” Una espiritualidad liberadora que se construya desde la pregunta por el quién, en estos tiempos, debe asumir la incertidumbre y la sorpresa como lugares epistemológicos no solo existentes y reales, sino también legítimos y posibles. 

El corpus mundi moderno que somos es tan fluido, vivo y susceptible de tomar formas diversas, como la vida misma. Eso lo hace vivir y sobrevivir en sus esencias, y vuelve también vital el que nuestras narrativas desaprendan lo binario y dualista, como premisa para conformar precisamente ese tejido articular de lo diverso. Enunciar desde otros lados entraña el deber de leer también en otros lados. Y esta complejidad (en el sentido filosófico y etimológico del término) constituya tal vez en realidad, la nueva “solidez” que tanto sigue anhelando nuestro espíritu epocal. Una que entienda el poder ser y estar no como boya, sino luz de faro. Intermitente y sostenidamente ser lo que ayude puntualmente a navegar, a seguir adelante previniendo posibles colisiones que resten vida.  

Siento que, además de reconocer que estamos inmersos como personas, grupos y familia humana en una modernidad líquida, y más allá de ser sensibles a la comprensión de nuevas formas de conocer, reconocer y conocernos (parte del dilema identitario y el cambio epistémico antes mencionado), se vuelve más necesario- hasta perentorio, tal vez- repensar qué coordenadas éticas, políticas y espirituales no deben faltar en nuestra brújula humana a fin de garantizar una praxis relacional saludable, justa y equitativa, plena en dignidad y garante de derechos para cada quien. Coloco entonces acá esta suerte de barco de papel, donde van escritas a manos algunas de ellas, con el deseo de que nos ayuden a navegar por estos tiempos:

Una primera sería el Desprejuicio: esta coordenada es clave porque atraviesa muchos ámbitos y sentidos. No se trata de declararnos gente (individuos, grupos) sin juicios previos. Eso sería falso. Ideas previas existen, son inherentes a nuestra naturaleza humana. La clasificación de las mismas en virtud de bien o mal, tampoco es algo superado. Hasta podríamos decir que es ontológico en tanto parte del poder ser, cuando de praxis se trata, se verifica en el poder hacer. 

El no partir de esta verdad para construir y desplegar nuestras agendas socio-políticas sería no solo falso, sino intrínsecamente limitante y ¿cómo podría ser entonces auténticamente militante? 

Asumir que, por disímiles cuestiones, (geopolíticas, de género, de color de la piel etáreas y un sinfín más) muchas veces no siento – ni puedo sentir- a la otra y el otro como yo, y otras tantas lo veo como “enemigo” (cosa que preconizan todos los fundamentalismos), es básico para el entrecruce del diálogo político desde nuestras identidades.

Como parte de esta misma coordenada me gustaría hacer notar otro tipo de desprejuicio que siento fundamental para bregar por nuestros espacios de intercambio. Este es, el histórico. Siento que nos debemos en nuestra región más tiempos de debate abierto, profundo y autocrítico acerca de la función de la memoria y las tradiciones como elementos catalizadores de entrecruce cívico sano. Otra vez, no se trata de negar ni edulcorar el peso y rol que tienen nuestras esencias culturales, identidades y demás variables en la práctica socio- política concreta a la que estamos asistiendo. Se trata de intentar ir más allá y tratar en lo posible de subvertir el deseo de convertir nuestros trasfondos -ideológicos, sexuales, religiosos y de todo tipo- per se, tanto en una condición de posibilidad ya dada, como en una absoluta condición de imposibilidad. 

Posicionarse desde ambos extremos, mínimamente, hiperbolizaría la trama real de ciertas relaciones, y eso no solo comprometería la fluidez de consenso entre personas y grupos “históricamente antagónicos”, nubarronando una agenda de alianzas real, sino también y muy directamente la propia puesta y apuesta de derechos porque si hay un antagonismo intrínseco, ese está dado entre lo hiper y lo alter.  

La memoria es política, lo que hacemos con ella también. Una segunda coordenada a partir de la cual orientar nuestra praxis deconstructiva de nuevas narrativas podría hallarse entonces en el deseo. Desear es también un componente de la memoria, un reservorio de identidad personal y colectiva, y un lugar de construcción. Desde una espiritual liberadora, desear es reconocer que somos cuerpos históricos (a apreciación de Judith Butler). Somos cuerpos remodelados y atravesados constantemente por la diversidad fluida del hoy- sus preguntas, sucesos, desencuentros y horizontes… 

Asumir el deseo como una categoría socio-política inherente a la humanidad que somos, siento que nos ayuda a fluir mejor en nuestras relaciones, alianzas y agendas de manera más empática, porque al final, ¿acaso no hay deseos comunes más allá del color de nuestras banderas y partidos?

Orientar nuestros diálogos y consensos desde ahí ayudaría tal vez, unido a la variable anterior, a comprender que todos disentimos con respecto al resto en algún punto, que no llegamos vacíos a ningún entrecruce pues tenemos memorias y tradiciones que van a reincidir toda vez en lo que proyectamos y decidimos, pero que -amén de todo eso- hay deseos análogos en forma de valores, utopías y códigos de “deber ser” que también nos constituyen y, por tanto,  ser intrínsecamente disidentes e humanamente reincidentes no coapta la posibilidad de ser políticamente coincidentes.         

La segunda parte del verso de Casaldáliga que nos ha servido de motivación para pensar sobre estas cosas, habla del desconcierto. Creo que este rasgo, en lo antes dicho, ha quedado emplazado. Si el desconcierto es descrito como un estado de desorientación a causa de lo inesperado y sorprendente, tal cual recién decíamos es lugar, y debe hacer parte consciente de aquello que hace parte de nuestras construcciones y enunciados a propósito de las identidades.  

Vayamos más allá, hasta el final del verso. Lo que somos, quienes somos, sana y humanamente hace parte de una amalgama de amores cultivados. La pregunta sobre las identidades, es una pregunta y mirada sobre lo mixto (¿es sostenible el paradigma de lo puro?) y tiene su salida ética en la pregunta sobre los frutos. Nuestras narrativas disidentes, han de disentir entonces de esos lugares fijos que categorizan y polarizan el fenómeno socio-religioso no solo como algo pétreo y falsamente estable (como las boyas, ya decíamos) sino también repensarse hacia una espiritualidad de comunión- tanto conceptual como prácticamente- donde sea posible bregar por esta liquidez a la que asistimos como Noés sin arcas, tan solo con palomas anunciando con una sola rama que adelante habrá frutos, y un arcoíris como señal de nueva tierra.

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