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Por Nicolás Panotto

Ya no podemos decir que el compromiso político de las iglesias evangélicas en el continente latinoamericano es una cuestión de simple casualidad. En realidad, ni ellas mismas lo ven así, ya que entienden su “nueva” vocación como una puerta abierta por Dios mismo. Tampoco podemos aludir a un actor inocente que se mueve sólo porque le dan cámara. Más bien la busca, y sabe muy bien cómo hacerlo. Los niveles de profesionalización y lobby (término que no les agrada mucho utilizar ya que suena demasiado “mundano”; prefieren decir que es Dios quien pone la gente delante en el momento oportuno), han hecho que sujetos vinculados directamente con iglesias cristianas –especialmente evangélicas- alcancen una notoria presencia en discusiones parlamentarias e inclusive en instancias de diálogo dentro de la Organización de Estados Americanos (OEA) y el sistema interamericano.

El surgimiento de las iglesias como una voz política resonante tampoco es un fenómeno aislado. Por el contrario, representa la cristalización de un proceso que venimos viviendo en la región hace al menos veinte años, a partir de la puesta en escena de varias temáticas socialmente sensibles, como son el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo, la educación sexual inclusiva, la identidad de género, entre otras. Todas estas temáticas están ligadas, según sus detractores, a esos crueles demonios como son la izquierda, los populistas, los comunistas, las feministas, y tantas etiquetas más. Etiquetas que son utilizadas como excusas para no reconocer que dichos asuntos representan demandas sociales y populares que merecen ser tratadas por el simple hecho de que existe un colectivo que reclama por sus derechos.

La iglesia, entonces, emerge como un actor fundamental para confrontar este conjunto de agendas que hacen ruido hacia dentro de diversos grupos sociales, organismos religiosos, partidos políticos y organizaciones civiles. Este aspecto analítico es central para comprender la actual coyuntura evangélica: no estamos hablando de un actor que se hace notar por un simple asunto cuantitativo (es decir, porque representa a un número importante de ciudadanos/as), sino porque responde más eficientemente a las demandas de algunos grupos que lo ven como un sujeto histórico que permite articular desde lo simbólico –es decir, desde lo que la gente cree como propio, como legendario, como ancestral, como indiscutible- un conjunto de problemáticas que otros actores tradicionales quisieron monopolizar –iglesia católica, partidos conservadores o de derecha, etc.- pero no lograron hacerlo eficazmente. La iglesia evangélica, entonces, se levanta como un agente de confianza en una coyuntura de gran inestabilidad y tensión social.

Un ejemplo de lo que estamos hablando se pudo ver durante la última asamblea de la OEA, llevada a cabo entre el 3 y 4 de junio en Washington. En el marco de dicho encuentro, se realiza el “diálogo” entre el Secretario General del organismo, Luís Almagro, jefes de delegaciones nacionales y diversas Coaliciones conformadas por organizaciones de sociedad civil, quienes expresan sus reclamos y lecturas a partir de diversas configuraciones identitarias. Las Coaliciones se articulan a partir de diversos temas de interés; por ello, encontramos algunas con enfoque desde grupos afrodescendientes, comunidad LGBTIQ, mujeres, religiones, grupos indígenas, entre otros. En esta ocasión no hubo una temática central, por lo que se pidió a las organizaciones elaborar sus insumos sobre los tres pilares de la OEA, como elementos de análisis en el 70 aniversario de la institución.

La presencia autodenominada “evangélica” fue notoria en esta ocasión. De los 22 exponentes, tres de ellos se identificaron con esta expresión religiosa. Las coaliciones a las que pertenecían eran compuestas tanto por iglesias como por organizaciones basadas en la fe. Los reclamos, los mismos de siempre: en contra de la despenalización del aborto, en contra de la llamada “ideología de género”, en defensa de la familia tradicional y a favor de una educación sexual restringida sólo a los padres.

Ahora bien, analicemos algunos ejes en común que presentan estos discursos. Me gustaría presentarlos a partir de algunas “falacias” que podríamos identificar.

La falacia intervencionista. Varias de las coaliciones representantes de estas agendas afirmaron que tanto la OEA como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “han perdido su razón de ser” ya que están “interviniendo” en asuntos de Estado nacional, “imponiendo” ciertas agendas por sobre otras, es decir, aquellas que plantean la búsqueda de legislaciones inclusivas e igualitarias.

Este planteamiento presenta varios errores y peligros. Primero, la OEA y la CIDH nunca “intervienen” ya que las recomendaciones que se dan pueden asumirse desde diferentes instrumentos internos, como políticas públicas generales o directrices ejecutivas particulares, mecanismos que son previamente convenidos en un marco de acuerdo entre Estados. Por supuesto que pueden haber sanciones hacia dentro del organismo, pero es imprudente e incorrecto sugerir una “imposición”. Si hay algún problema con cómo cada país asume los planteos de los organismos multilaterales, ello responde a una amplia dinámica que involucra a todas las partes como parte de un acuerdo político. Pero no se puede hablar de imposición. Dicha acusación refleja una falacia, una mentira, que sólo sirve para desprestigiar los extensos y democráticos procesos que se han dado lugar desde la sociedad civil y diversos grupos políticos a partir de estos organismos, para tratar ciertas temáticas que los Estados no están dispuestos a abordar, a pesar de la importancia que tienen para las sociedad y donde su evasión implica una violación directa de los derechos humanos.

Además, ¿no es un poco contradictorio cuestionar el funcionamiento de los mecanismos de participación de la OEA y el sistema interamericano, mientras es ese mismo espacio el que posibilitó, gracias a sus dispositivos democráticos, la participación de los mismos sectores que están haciendo este reclamo? ¿Es decir que acuden a una instancia de diálogo multilateral para realizar sus descargos, pero cuestionan la legitimidad que tienen otros actores y temas desde el mismo mecanismo que posibilitó su participación? Lo más delicado es que lo hacen en nombre de la “autonomía de los asuntos nacionales”. Esto y cierto nacionalismo sesgado y utilitarista, penden de un hilo…

La falacia anti-ideológica. Casi en coro, estos grupos hablan de la intervención de ciertos “discursos ideológicos” para el tratamiento de algunos temas. Ahora, si el “otro” es el ideológico, ¿yo qué soy? ¿Quiere decir que el otro habla desde un sesgo subjetivo, mientras yo hablo desde un marco de verdad carente de intereses particulares? Aquí la siguiente falacia: cuestionar desde la creencia de la no contingencia. Esto responde a una comprensión sumamente reduccionista –y agregaría peligrosísima- de lo que significa la dimensión plural inherente a un espacio democrático, donde se desconoce que todos/as partimos irremediablemente desde ideologías y puntos de vista específicos, y es en la deliberación con los demás –no necesariamente pacífica, ya que siempre hay una dimensión de tensión y sano conflicto- donde creamos una instancia democrática de acuerdos y legislaciones desde una representatividad plural.

La falacia cientificista. Al parecer todos los problemas medievales en torno al encuentro entre ciencia y religión se desvanecieron de un plumazo gracias a estas discusiones. Ahora, las perspectivas políticas presentadas por estos grupos son legitimadas con la famosa muletilla: “esto lo dice la ciencia”. Se menciona casi como una fórmula mágica que pretende anular cualquier tipo de discrepancia. Como si ahora la ciencia dijese la verdad sobre todo, o como si tampoco existieran extensos e interminables debates hacia dentro del  mismo campo científico sobre los temas en cuestión. La idea de levantar la bandera del cientificismo es plantear una visión exacerbadamente positivista, con el sólo objetivo de apoyar posiciones propias como incuestionables desde la “eternidad biológica” (la cual, “obviamente”, proviene de Dios mismo como creador), mientras los adversarios hablan desde la pasajera,  intencional, fútil y efímera ideología (que yo no poseo). La ciencia y Dios se transforman en los grandes garantes del “sentido común” (es decir, “mi” punto de vista), mientras la deliberación política queda sumida en un espacio secundario. Otra falacia más: negar que somos todos/as quienes partimos de una frontera ideológica para plantear cualquier lugar político, y que el espacio público es precisamente la instancia donde dichos posicionamientos se encuentran para deliberar.

La falacia de la discriminación. Llama la atención que varios de estos grupos manifestaron sentirse “discriminados” por las demás agrupaciones. Aquí ya nos adentramos al campo de lo perverso. Es decir, históricamente se discriminó al homosexual, al indígena, a la mujer, y ahora resulta que la sola presencia de estos actores, más aún en un espacio regido por las dinámicas del diálogo democrático, implica una discriminación frente a quienes no estén de acuerdo con ellos. Esto es el mejor ejemplo de la manipulación del discurso democrático. Además, otro gran elemento: las demandas inclusivas no piden la anulación del otro. Dicho brutalmente, no están “obligando” a quienes no acuerden a ser homosexuales, a abortar, a cambiar su identidad de género. Simplemente piden ser escuchados y reconocidos en sus derechos y reclamos. De aquí, entonces, ¿quién discrimina a quién? Si se habla de las “verdades biológicas” como excusa para no aceptar al otro/a en su condición humana, ¿no es acaso promover una postura discriminatoria? ¿Acaso no es contradictorio aducir sentirse discriminado y promocionar una postura política cuya base es la anulación de la dignidad del reclamo ajeno? Más falacias…

En resumen, muchos grupos evangélicos han logrado ser muy astutos en posicionarse en el espacio público pero sus discursos hacen agua por doquier al analizarlos desde una comprensión democrática de la vida social. Entiéndase que cuando hablo de “falacia”, no me estoy refiriendo al reclamo en sí de estos sectores ya que, aunque podamos estar en desacuerdo, ellos están en todo el derecho de levantar su voz. Lo falaz se evidencia, más bien, en la forma de argumentar y respaldar sus puntos de vista: la crítica ideológica, el uso del positivismo científico y la crítica al sistema interamericano son vías anti-políticas y anti-democráticas, ya que su utilización refleja un esfuerzo político por no debatir con el otro/a desde las demandas concretas sino simplemente anular su legitimidad y derecho.

Por eso hablo de una teología de la falacia. Estos argumentos supuestamente “no religiosos”, en el fondo no hacen más que respaldar un conjunto de elementos sumamente enraizados en las prácticas teológicas cristianas conservadoras: la inmutabilidad de Dios desde un concepto clausurado de su persona, que responde a una única lectura de la Biblia como libro sagrado, donde la diversidad de posibles interpretaciones es rechazada de plano por oponerse a los discursos hegemónicos (es decir, cuestionar el orden), entendidos como Verdad revelada (inclusive desde una dimensión biológica), y sostenido en una agenda valórica particular como representación única de la práctica de fe.

Hoy, lamentablemente, no podemos ser benevolentes y dejar de reclamar que muchos sectores evangélicos están actuando falazmente y coqueteando con modos de argumentación anti-democrática. Mientras más tensen la línea, habrá más polarización y menos diálogo. De esto a la legitimación de prácticas totalitarias para defender el “sentido común” impuesto y la supremacía de “lo dado” (biológica, social y espiritualmente), hay un pequeño y muy peligroso paso.

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