Por Nicolás Panotto
El 27 de octubre se conmemora el Día Internacional de la Libertad Religiosa. Un derecho fundamental, que aboga por la libertad de creer, de cambiar de creencia o incluso de no creer. Un derecho que exige garantías por parte de diversos agentes sociopolíticos, tanto de la sociedad en general como de Estados e instancias multilaterales en particular. Un derecho que se entiende junto a otros derechos y libertades, desde las declaraciones universales más originarias. Un derecho que da cuenta de que la creencia religiosa y espiritual, sea cual fuere su expresión, es un elemento constitutivo de nuestra individualidad y socialización. Por sobre todas las cosas: un derecho cuya apelación se encuentra al servicio del reconocimiento e inclusión de todas las miradas, voces e identidades en nuestras sociedades democráticas.
Como todo derecho fundamental, el mismo debe traducirse en prácticas, instituciones y esquemas políticos específicos que canalicen su efectividad. Aquí el rol de organismos internacionales, Estados y la misma sociedad civil -incluyendo grupos religiosos- son fundamentales. Políticas públicas, marcos jurídicos, espacios de intercambio y diálogo, son algunas de las instancias que sirven para cristalizar estos desafíos y resguardar, mejorar y promover este derecho.
Y es precisamente en este plano donde encontramos deudas pendientes, sesgos y desafíos que son necesarios afrontar con prontitud, para que el derecho a la libertad religiosa deje de ser un discurso vacío -por momentos, instrumentalizado- y pase a ser un marco de promoción, defensa y construcción democrática. Creo que existe un amplio consenso sobre el respeto a este derecho, por parte de cualquier sector. Sin embargo, encontramos discrepancias -algunas de ellas bastante profundas- sobre los alcances, compatibilidades e impactos concretos de su ejercicio.
Permítanme lanzar, a modo de notas sueltas, algunos elementos que considero pertinentes en esta dirección.
I
En América Latina tenemos una gran deuda con este tema. Incluso podríamos decir que las reflexiones en el campo han ido vinculadas más hacia los retos de los regímenes de laicidad que al lugar de la libertad religiosa (aunque, sin duda, ambos elementos son codependientes). Este último ha sido más materia de especialistas jurídicos que de otras disciplinas, como las ciencias de la religión, las ciencias sociales e incluso la filosofía. Las razones de ello pueden tener varias aristas: desde cuestiones históricas (donde la influencia de la tradición latina -la laïcité francesa- ha sido más fuerte que la anglosajona -con concepciones que van desde la existencia de “estados confesionales” hasta prácticas de secularización desde el pluralismo religioso), hasta de prácticas políticas concretas, donde se evidencia el impacto de la falta de una división más real entre el Estado y la Iglesia.
Sin embargo, hoy podríamos afirmar que esta falta de debate sobre la temática está encarnando varias falencias e inconvenientes, especialmente en lo que refiere al abordaje político de los desafíos contemporáneos en torno a las transformaciones actuales de la relación entre lo religioso y lo público, donde la noción de libertad religiosa (o su falta de profundización) actúa como puente (político-jurídico) para su efectivización. Hoy podemos ver cómo esta carencia afecta sobre los retos que conlleva la relación entre libertad religiosa y otras libertades, en las prácticas de reconocimiento e inclusión de lo religioso no sólo desde las fronteras de una distinción de esferas (como se trata desde la categoría de laicidad) sino desde una clave de derechos (donde lo religioso no es sólo una institución confesional sino una institución social en relación e igual derecho que otras), o incluso en la carencia de marcos jurídicos que puedan canalizar estas dinámicas.
II
Una de las grandes dificultades que enfrentamos en la materia hoy día es lo que podríamos identificar como una instrumentalización de la libertad religiosa. Prepondera una definición extendida sobre ella como una libertad privada, que vincula la dimensión de la creencia exclusivamente con la moral individual. De alguna manera, ese no es el problema central, ya que inevitablemente las opciones religiosas de los sujetos y colectivos -así como sucede con cualquier tipo de cosmovisión u opción ideológica- conlleva efectos en las perspectivas morales. Sin embargo, emergen problemas cuando: 1) se piensa que existe una sola manera de comprender la relación entre lo moral y cada identidad religiosa; 2) las visiones morales que se presentan responden sólo a la oficialidad institucional; y 3) se utiliza dicha perspectiva como defensa para cuestionar o negar otros posibles vínculos o incluso libertades, en nombre de la “vulneración”. Es decir, se absolutiza la relación entre libertad religiosa y un tipo específico de moral, con lo que se traslapa el avance de otras libertades (contrarias a dicha escala moral) con una supuesta vulneración de derechos o de libertad religiosa.
Ninguna religión es homogénea. Ninguna creencia en lo sagrado trae consigo un solo modo de comprender la dimensión moral de la fe. Pueden existir voces mayoritarias o posiciones institucionales, pero ellas nunca abarcan la totalidad de visiones presentes en sus comunidades o seguidores/as. Por ende, un sentido restrictivo de la libertad religiosa puede llevar a un acto de exclusión o incluso discriminación, tanto hacia dentro de las comunidades religiosas como hacia otros grupos poblacionales, al restringir monolíticamente los elementos -morales, éticos, teológicos, discursivos- que la componen en tanto identificación.
III
Aquí va ligado otro gran desafío sobre el tema: el crecimiento de los hechos de discriminación en nombre de lo religioso. Sus sentidos restrictivos no sólo se relacionan con miradas taxativas sobre lo que es moral, sino incluso sobre lo que se considera religión y espiritualidad. Es así como vemos una noción de libertad religiosa que, muchas veces -tanto simbólica como políticamente- privilegia las prácticas monoteístas por sobre otro tipo de expresiones. Es un concepto de libertad religiosa que no admite la pluralidad de espiritualidades.
Es así como vemos graves hechos de discriminación e incluso persecución de grupos poblacionales, como indígenas, afrodescendientes u otro tipo de minorías o disidencias religiosas. Todo esto, porque las limitaciones de la libertad religiosa no sólo devienen de la forma de concebir la “libertad” (en términos morales, como mencioné) sino también lo “religioso”. La gran limitante son las formas de definir las especificidades de los sistemas de creencias en términos institucionales, dogmáticos, confesionales y prácticos. Las religiones monoteístas -especialmente por la influencia del cristianismo en el modo en que la modernidad definió “religión” como un campo autónomo- se han transformado en un “formato estándar” para que Estados y otros espacios sociales defina qué entra y qué no como religión.
IV
Para concluir, es importante afirmar que existe una gran oportunidad para fortalecer un ambiente cívico y democrático, profundizando nuestras nociones y prácticas en torno a la libertad religiosa. Ello no compete sólo a las religiones, sino representa un desafío y necesidad de toda la sociedad y sus órganos políticos. Repensar la libertad religiosa en clave democrática, plural e intercultural -más allá de los sesgos institucionalistas, confesionales y moralistas-, significa valorar la pluralidad de expresiones espirituales a partir de su valor para la integridad humana y la inclusión social.
Resignificar la libertad religiosa como un derecho humano, es sacarla de su lógica de atrincheramiento identitario -donde cada religión o creencia la utiliza para provecho propio-, y hacerla parte de una comprensión diversa de las mismas personas y las comunidades. De aquí que defender la libertad religiosa es también defender la libertad plena en todos sus aspectos. Finalmente, deconstruir la dimensión colonial y cristiano-céntrica que a veces trae consigo la apelación a la libertad religiosa, es abrir la capacidad de construir otro tipo de enlaces, marcos políticos y prácticas de diálogo que acerquen voces de fe, sociedad civil y funcionarios/as públicos/as.