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Por Emmanuel Taub

I.

Si Abraham hubiese sido perfecto, hoy probablemente no estaríamos acá. La historia del hombre es una historia imperfecta: la perfección en este sentido, es un atributo divino. Más aún: si el mundo, o el hombre, fuesen perfectos, para qué existiría un sentido de reparación. Aquello en lo que creemos que es perfecto, en realidad es suficiente y nos permite sobrevivir. El mundo es irreparable. Mientras lo habitemos así será, y ello es lo que nos permite crear, o apreciar la belleza. Aquello que es perfecto, se vuelve naturaleza y pasa a ser una bella expresión de un paisaje eterno.

Siempre se vuelve un desafío intentar una reflexión sobre la figura de Abraham: primero, porque como primer hebreo también constituye una ruptura, un antes y un después; segundo, en relación a la Akedat Itzjak (la “atadura de Itzjak” o “el sacrificio de Itzjak”) y la relación de Abraham con sus hijos; tercero, la propensión a juzgar el actuar de Abraham sin medir las particularidades de un tiempo que no es el nuestro y, cuarto, tratar de pensar porqué es ésta la lectura que corresponde con la celebración del nuevo año judío.

Podríamos decir, que lo que podemos observar aquí son los límites de la relación con el otro, pero sin juzgar con nuestros valores modernos el pasado, para no perder de vista el lugar histórico y teológico de ello. Intentaré, entonces, una lectura posible, la de la metáfora: Akedat Itzjak constituye una metáfora profunda y fundamental para el judaísmo como también para el resto de los pueblos.

Desde este punto de partida, uno de los primeros presupuestos que deberíamos abandonar es el de la lectura histórica-antropológica que gira en torno al sacrificio. Por ello, he intentado pensar en dos caminos para interpretar este pasaje bíblico: primero, pensarlo como metáfora de una idea de mundo y de historia, la de ruptura e imperfección creadora. Segundo, desde este episodio bíblico fundacional para la historia del judaísmo, tratar de reflexionar sobre el origen de una ética de la responsabilidad.

 

II.

Comencemos entonces con el primer postulado: si Abraham, desde una perspectiva de atributos, hubiese sido perfecto, podríamos imaginar (en un ejercicio metafórico y de teología a contrapelo) que la historia del pueblo judío se hubiera desarrollado de manera diferente. ¿Qué quiere decir esto? Partiendo de la perspectiva filosófica de uno de los grandes pensadores judíos del siglo XX, Franz Rosenzweig, nos encontramos en la intersección de tres elementos que constituyen un triángulo equilátero: Dios, el mundo-naturaleza (aclarar) y el hombre. Mientras que, si lo imaginamos visualmente, este primer triángulo se articula con un segundo que lo atraviesa de manera invertida y que está caracterizado por otros tres elementos que cortan las rectas de los primeros; ellos son: la Creación, la Revelación y la Redención. De esta manera, la visión del universo para Rosenzweig está definida geométricamente como una estrella de David (Maguen David), a lo que llamó la Estrella de la redención, que se constituye por fuera de la temporalidad lineal.

Entonces, retomando esta perspectiva, debemos comprender la historia como las grietas que se abren en el mundo-naturaleza: allí el hombre irrumpe en el espacio-tiempo. Dios mantiene un vínculo con el hombre, pero también con el mundo, y si nos concentramos solamente en la persona, perdemos de vista el resto de aquello que nos rodea. Con esto no debemos caer en el panteísmo –afirmando que Dios está en todos lados– sino por el contrario, lo que tenemos que comprender de manera amplia es que lo divino se extiende más allá de la figura del hombre judío en particular, y del hombre en general. Dios mantiene una relación de lenguaje con el mundo-naturaleza, de la misma manera que nosotros le exigimos, muchas veces, un lenguaje a ese mundo inaprensible y lejano a nuestra comprensión. Pero el mundo-naturaleza tampoco es perfecto. Sino que es, justamente, el espacio en donde el hombre aparece. Mientras Dios hace silencio, el hombre recibe el habla, el silencio es el estado de lo sagrado, y la voz del hombre es una búsqueda de traducción de este silencio, así como también de la imposibilidad de conocer el verdadero Nombre de Dios.

De igual manera hay que comprender que antes de Abraham hay una historia y que también forma parte del judaísmo y del resto de los pueblos. El gran poeta checo Rainer Maria Rilke escribe en uno de sus bellos poemas, citado por Adorno en un texto dedicado a Gershom Scholem: “Todos los que te buscan te tientan. / Y los que te encuentran te ligan / a una imagen y a unos gestos”[1]. El problema es creer que somos perfectos por ser humanos. Por ello tentamos y unimos a Dios con imágenes y gestos, con palabras: le exigimos que nos responda como también le exigimos un lenguaje a la naturaleza. Sin embargo, pensar en la perfección como fundamento del hombre, o como el lugar a donde llegar, va contra la propia naturaleza del hombre y su historia. Porque si algo se convierte en perfecto, entonces no hay posibilidad de construir o modificar ello que ya ha sido (o se ha transformado) en completo. La perfección no es un atributo de los hombres, sino de Dios. Como escribió Odo Marquard en sus reflexiones sobre la felicidad en la infelicidad:

“Los hombres son finitos. De acuerdo con su esencia, no son tan buenos como para desdeñar lo imperfecto, pues carecen de lo absolutamente perfecto, y si lo tuvieran no lo soportarían. Los hombres necesitan descargarse de lo absoluto y para ello necesitan lo imperfecto”[2].

Si el mundo-naturaleza no tuviese grietas en donde la humanidad logra florecer (sería perfecta), entonces la historia no tendría lugar, ni sentido. La perfección es clausura para el hombre. El hombre aparece en un mundo aparecido, y en su encuentro se le abre el mundo. Aunque el mundo ya estaba aquí, ese “estar” sólo aparece con la irrupción del hombre. El mundo siempre es aparecido.

Lo importante, sin embargo, es que la imperfección del hombre no es la puerta de entrada al mal, sino, al contrario, a la responsabilidad. Si no fuésemos imperfectos no habría necesidad de una ética dada por la Torá, o menos aún esta última. La imperfección promueve un sentido ético, porque esa imperfección siempre está ahí, al borde del abismo.

Aquello que se creen perfectos no pueden pensar en el otro. Se encuentran ensimismados en el Yo, y el Yo –como el Ego– es una bomba de tiempo. La imperfección del hombre abre en el mundo la posibilidad de la responsabilidad hacia el otro, y allí habita la norma ética.

Ahora bien, así como debemos desligar esta lectura del panteísmo, también tenemos que distinguir esta lectura del nihilismo o de un pesimismo extremo: que la perfección no sea alcanzable por el hombre no es un problema, sino una posibilidad, o más bien, una potencia. Porque aquello que es perfecto, no necesita ser narrado, cumple con aquello que hace a su esencia y llena su ser. Por ello, como ahora veremos, la “atadura de Itzjak” por parte de Abraham, su padre, no sólo es la prueba que lleva al límite la fe en Dios del patriarca, sino que es la exigencia, en primer lugar, de señalar con esa fe ciega la imperfección del hombre, la facilidad que tiene, en base a una credo o una creencia particular (y fundamentalista), en traspasar aquel límite originario que es el de la relación entre padre-hijo.

A veces es imposible encontrar respuestas, porque lo que tenemos que leer es el acto mismo, su gesto, y el significado que le podemos dar más allá de ponerle una carga de valor al hecho mismo de la posibilidad del sacrificio. Ya que en este pasaje bíblico encontramos una ruptura: desde allí la historia de lo que venía siendo ya no podrá ser igual, y quedará marcada hacia delante, generación tras generación.

La venida del ángel no sólo detiene el cuchillo antes de sacrificar, o atravesar a su hijo, sino que posibilita una nueva etapa en la historia del hombre: el origen de la responsabilidad ética hacia el otro.

“Abraham extendió su mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo. Entonces el ángel de IHVH lo llamó desde el cielo, le dijo: ¡Abraham, Abraham! Y él respondió: ¡Aquí estoy! Y le dijo (el ángel): No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada; pues sé que eres temeroso de Elohim, ya que no Me has negado tu hijo, tu único” (Bereshit 22:10-12).

Es interesante notar que en todo este pasaje se presentan dos formas de relación del hombre con el mundo-naturaleza: el primero, en donde no hay intervención de la naturaleza mientras Abraham se dispone a sacrificar a Itzjak, sólo leña, la antorcha y el cuchillo. Y la pregunta por el cordero, del hijo, ¿dónde está? A lo que Abraham responde que Dios (Elohim) buscará el cordero para Él (mismo). Sin embargo, con la aparición del ángel se abre ese mundo-naturaleza que no estaba presente, y se nos aparece como el cordero, pero también en el juramento que Dios hace ante la fe de Abraham; ya que jura bendecir y multiplicar la descendencia como estrellas del cielo y como la arena que está en la orilla del mar. Y, además, a través de la descendencia de Abraham, Dios jura (por sí mismo) bendecir a todas las naciones de la tierra, por la obediencia a Su voz por parte de Abraham. Aparecen dos lugares: Hashem Iré, el lugar del evento; y, luego, aparece Beer Sheva, y la continuidad de la descendencia. Dios sólo puede jurar por sí mismo, es quien carga el juramento; el hombre no puede jurar, porque estaría ocupando el lugar de lo perfecto. El hombre debe prometer por su responsabilidad en el mundo y con el otro. Dios jura contra su propia voluntad destructora.

 

III.

¿Por qué en el acto de un hombre de fe ciega hacia la voz de Dios no sólo se promete la bendición de su descendencia sino de todas las naciones de la tierra?

Jacques Derrida ha escrito un bello libro en el que se adentra en la figura de Abraham: Dar la muerte. Justamente, retomemos de allí una idea central: “La religión es responsabilidad o no es nada en absoluto. Su historia no tienen sentido más que cuando se da el paso a la responsabilidad”[3]. Para pensar en esto es fundamental volver al momento de la “atadura” de Itzjak (“sacrificio”) y a esta idea que estamos tratando de desarrollar. Porque entre la imperfección del mundo, Abraham y las naciones de la tierra, el “paso” que se dio fue el evento, el gesto, de la “atadura de Itzjak” y con éste se rompió un límite que inauguró una nueva forma de responsabilidad.

¿Cuándo puede haber responsabilidad? “Siempre y cuando el Bien no sea una trascendencia objetiva, una relación entre cosas objetivas, sino la relación con el otro, una respuesta al otro: experiencia de la bondad personal y movimiento intencional”[4]. Podemos decir, que para pensar en la responsabilidad no se puede partir desde un lugar de objetividad, distanciado de aquello por lo que uno se responsabiliza, sino que sólo se puede partir desde una posición subjetiva e intencional, porque es allí donde nos unimos a otro y este otro aparece para nosotros: esto es lo que llamaremos la experiencia de la bondad personal, en donde se manifiesta el Bien. Ese Bien que como escribió Hannah Arendt sólo puede ser radical: “el pensamiento trata de alcanzar una cierta profundidad, ir a la raíces y, en el momento mismo en que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la ‘banalidad’. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical”[5].

¿Qué relación puede ser más subjetiva desde la que pensar la “responsabilidad” que la relación padre-hijo? Esta es la relación subjetiva hacia el otro por antonomasia y, al mismo tiempo, complementa la relación que la madre genera con el hijo. En la relación madre-hijo se presenta como la ruptura de una mismidad. Es esta una relación entrañable, una relación que se gesta en las entrañas, que une al hijo con la madre: animalidad, maternidad, responsabilidad de sangre. La relación padre-hijo, desde la perspectiva abrahámica, es una relación fundada en la responsabilidad de lo ajeno, constituida frente a este otro que es parte de uno pero no, la de ese padre que está allí en frente. Es una responsabilidad humana. Por ello, es una relación constitutiva de esta idea de responsabilidad, pero también una relación que funda una ética para todas las naciones: el sacrificio incompleto de Itzjak funda esta ética de la responsabilidad.

Ahora bien, ¿cómo se funda una responsabilidad si Abraham estuvo a punto de cumplir el pedido de Dios y sacrificar a su hijo? Porque aún esta responsabilidad necesita fundarse en lo que Derrida ha llamado el “don del amor” y su relación con lo irremplazable: conciencia de lo irremplazable. Es necesario un amor infinito “para renunciar a sí y para hacerse finito, encarnarse para amar así al otro, y al otro como otro infinito”. Esto quiere decir que tienen que existir, en palabras del filósofo, un “don del amor infinito” que viene de alguien y se dirige a otra persona (a otro alguien) y por ello la “responsabilidad exige la singularidad irremplazable” que solamente encuentra su sentido de irremplazabilidad en la muerte, o más bien, en la “aprehensión de la muerte”[6].

Sólo al saber de la irremplazabilidad del otro, en su posibilidad mortal de desaparición, en su proximidad a la muerte, sólo ahí (cuando nos damos cuenta que el otro es irremplazable), entonces se manifiesta la responsabilidad en toda su dimensión: como responsabilidad originaria:

“Lo que me da la singularidad, a saber, la muerte y la finitud, es lo mismo que me hace desigual a la bondad infinita del don que es asimismo la primera llamada a la responsabilidad. […] Nunca se es suficientemente responsable porque se es finito pero también porque la responsabilidad exige dos movimientos contradictorios: responder, en cuanto que uno mismo y en cuanto que singularidad irremplazable, de lo que hacemos, decimos, damos; mas también olvidar o borrar, en tanto que buenos y por bondad, el origen de lo que damos”[7].

Esto último es sumamente importante ya que la responsabilidad exige un “dar algo a”, o sea, responder a un llamado del otro; pero, al mismo tiempo, un borramiento y un olvido de aquello que dimos, porque de lo contrario estaríamos determinando la relación “responsable” bajo la deuda, haciendo así que ese otro se encuentre en deuda conmigo por haberle dado el don.

Abraham e Itzjak representan la metáfora que nos hace reflexionar sobre el surgimiento de la responsabilidad hacia el otro más nuclear, determinada por el don del amor y la bondad bajo la fe absoluta en la voz divina, pero marcada a fuego por la cercanía de la muerte y por la imperfección de no poder lograrlo nunca de forma definitiva. Y si hay algo que nos deja comprender este pasaje bíblico es el origen de una ética de la responsabilidad frente a lo irremplazable, que es la vida del otro.

Ante un mundo imperfecto, el hombre se vuelve responsable por aquello que hace, porque se sabe incompleto y exige un lenguaje. Y si la historia nunca se repite de la misma manera en que aconteció la primera vez, probablemente no vuelva a aparecer un ángel que grite dos veces para detener el cuchillo en el aire y tomar conciencia de nuestros actos, señalándonos el otro camino o el cordero que sacrificar.

Abraham no era perfecto, y esa incompletud del hombre exige la necesidad del ejemplo: Dios le muestra a Abraham que nada hay más importante que la responsabilidad del padre frente al hijo, en esa relación ética se funda la relación entre los hombres, no entre el hombre y Dios. Las religiones abrahámicas se fundan en la responsabilidad subjetiva hacia el otro.

 

[1] Adorno, T. W. “Fragmento sobre el Moisés y Aarón de Schönberg”, en Escritos musicales I-III. Obra completa 16, trad. A. Brtotons Muñoz y A. Gómez Schneekloth, Madrid: Akal, 2006, p. 464.

[2] Marquard, O. Felicidad en la infelicidad. Reflexiones filosóficas, trad. Norberto Espinosa, Buenos Aires, Katz, 2006, p. 10.

[3] Derrida, J. Dar la muerte, trad. Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Barcelona: Paidós, 2006, p. 14.

[4] Ib., p. 63.

[5] Arendt, H. “La controversia sobre el caso Eichmann. Carta a Gershom Scholem”, en Escritos judíos, trad. E. Cañas, M. Cancel, R.S. Carbó y V. Gómez Ibáñez, Barcelona: Paidós, p. 575.

[6] Derrida, op. cit., p. 63.

[7] Ib., pp. 63-64.

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