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Por Juan Esteban Londoño

Por estos días se debate en Colombia el Plebiscito por los Acuerdos de Paz entre el Gobierno y las FARC. El debate es álgido, y los grupos tienden a polarizarse entre los que apuestan por el SÍ y los que apuestan por el NO.

La mayor acusación de los partidarios del No es que las FARC no van a pagar lo que merecen pagar, dados los crímenes que cometieron. La propuesta de los partidarios del SÍ es que se trata de una negociación pragmática, con el fin de llevar las relaciones con esta guerrilla a un final definitivo, no por la victoria militar sino por acuerdos políticos, pues las FARC, además de ser un grupo alzado en armas, son un movimiento político.

Muchos cristianos se debaten en la decisión. Algunos defienden los principios del grupo oficialista del Presidente Juan Manuel Santos. Otros se alinean con las ideas del partido del Senador Álvaro Uribe.

Sin embargo, como cristianos, no debemos alinearnos tan fácilmente con las ideas de algún grupo político, pues debemos recordar que somos extranjeros sobre esta tierra, y que seguimos las orientaciones del Reino de Dios, no la ideología de los partidos de turno.

El hecho de que Jesús dijera “mi reino no es de este mundo” no significa que los cristianos no estemos interesados por las políticas terrenales, sino que las categorías con las que juzgamos esas políticas son más altas y profundas: el Reino de Dios, un reino de justicia, inclusión y esperanza para las personas que no tienen cabida en las políticas y religiones tradicionales, donde solamente ganan las clases sacerdotales o las élites económicas. El Reino de Dios sirve como criterio para exigirle más a todos los gobiernos, a todos los grupos religiosos y a nosotros mismos como personas, con el fin de construir vidas y comunidades más justas: “Buscad el Reino de Dios y su justicia”, decía el Maestro (Mt 6,33).

¿Qué pensar entonces de los Acuerdos de paz firmados en La Habana?

Al respecto, planteo algunos pensamientos, que pueden ayudar al debate:

La palabra bíblica para “Paz” es Shalom, que significa “la totalidad íntegra del bienestar objetivo y subjetivo” (Loss). Una mejor traducción podría ser bienestar (Jue 19,20) o estar-bien. La paz es una plenitud que proviene de Dios, e implica la alegría (Sal 73,3), la salud corporal (Is 57,18, Sal 38,4), la tranquilidad (Gn 26,29) y los acuerdos pacíficos entre los pueblos y las personas (1 Re 5,26; Jue 4,17; 1 Cr 12,17-18).

La palabra Shalom no se desliga en ningún momento de la orientación social. Va de la mano con la justicia (Is 48,18 y Sal 85,11), el derecho y el juicio (Zac 8,16). Además de la relación con los seres humanos y con Dios, también implica la relación con la tierra. En este sentido, es una experiencia integral de espiritualidad y relaciones sociales y políticas.

La gran mayoría de los principios cristianos del Nuevo Testamento apuntan a la construcción de una comunidad desde la paz y para la paz: “Bienaventurados los que procuran la paz, pues ellos serán llamados hijos de Dios” (Mat 5,9).

La fe cristiana cree en el perdón como el camino para construir la paz. Nosotros somos pecadores, y Dios nos ha perdonado sin nosotros merecerlo. De haber recibido lo que merecíamos, tendríamos que morir inmediatamente después de cometer un pecado: “Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro 6:23). O, como lo planteaba Karl Barth: “Dios hizo de nosotros, quienes éramos sus enemigos, sus hijos amados” (Comentario a Romanos).

Después del perdón, viene la paz como consecuencia: “Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios” (Ro 5,1).

Ese perdón que Dios no ha extendido es un perdón que también debemos extender a otros, como lo señala la parábola de los deudores narrada por Jesús: “te perdoné toda aquella deuda porque me suplicaste. “¿No deberías tú también haberte compadecido de tu consiervo, así como yo me compadecí de ti?” (Mt 18, 23-35).

De este modo, al perdonarnos comunitariamente, viene la paz comunitaria.

Una imagen del perdón colectivo aparece en la celebración hebrea del Yom Kippur, en la que todos los judíos se piden perdón unos a otros y piden perdón a Dios por todas las injusticias cometidas (Levítico 23,26-32). Se da a comienzo del Año Nuevo, como símbolo de comienzo de una nueva vida.

Ese perdón que marca un nuevo inicio está cifrado en la oración que nos enseñó Jesús: “Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores” (Mt 6,12).

Todo perdón tiene algo de impune. Eso lo sabemos desde nuestras relaciones cotidianas. Tiene algo de impune, porque nunca se puede resarcir el mal que hemos hecho o nos han hecho. Esta es la naturaleza misma del mal: el hecho de no poder enmendarse totalmente, ni siquiera a través de la venganza. Por eso, la mejor elección es no vengarse, pero tampoco victimizarse con el mal que nos hicieron.

Ni siquiera la cárcel es una pena suficiente para el que comete un delito. La cárcel no está hecha como una medida de castigo, sino más bien como un espacio de reflexión para quienes han hecho daño -ese es por lo menos el ideal de una cárcel, aunque en la realidad se constituye como un espacio más para delinquir o lo que Alonso Salazar llamó en su libro No nacimos pa’ semilla “La universidad del mal”.

Entonces: ¿Buscamos que las FARC reflexionen y transformen su mentalidad o queremos vengarnos por todo lo que nos hicieron? (En realidad, dudo de si nos hicieron alguna cosa a todos y a cada individuo como para exigir una venganza colectiva).

No debemos olvidarnos –así a nosotros no nos guste- que las FARC se consideran a sí mismas un Estado, una opción de nación, y tienen un programa político, económico y militar. Aunque han cometido grandes crímenes (también el Estado colombiano los ha cometido, como por ejemplo, los Falsos Positivos), ellos piensan que esos crímenes están enmarcados dentro de su visión de mundo: cuando secuestran a políticos y militares, piensan que los han capturado “legalmente” dentro de su ley; cuando matan a soldad y policías, consideran que fueron dados de baja dentro de lo que denominan una guerra justa.

¿Y quién dice que el Ejército sí tiene derecho a matar? Yo, por lo menos, no les concedí ningún derecho sobre mi vida ni sobre la de los demás –y el ejército también ha asesinado y desaparecido a gran parte de población civil-.

Las Fuerzas Armadas Colombianas no han defendido nunca mis intereses, como tampoco lo han hecho las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Ninguna de las dos, como cristiano, me representan.

Que las FARC han reclutado niños, el Ejército Colombiano también lo ha hecho con los falsos positivos. Que las FARC han matado a población civil, las Fuerzas Militares del Estado, con ayuda de otros grupos ilegales, han asesinado a líderes comunitarios, sociales y sindicalistas que defendían sus derechos, y fueron falsamente acusados para ser muertos.

Es decir, si hablamos de injusticias y crímenes cometidos, estamos empatados. Tanto las FARC como el Estado Colombiano han sido crueles, injustos, violentos. A ninguno de los dos grupos los reconozco como mis defensores –aunque quisiera que Colombia tuviera un ejército que realmente me protegiera, cuando en realidad siempre los hemos visto en el campo y las ciudades como una amenaza (amén de todos los golpes y vejaciones que hemos recibido de jóvenes por parte de soldados y policía, sin razón alguna).

Estos dos agentes sociales (Estado y FARC) están en conflicto en el que la población civil arrastra los daños colaterales y es la mayor víctima. Si las FARC hubieran sido derrotadas militarmente, estaríamos hablando no de negociaciones sino de condena de los vencidos. Pero no fue así. El gobierno colombiano no pudo militarmente con las FARC, y tampoco las FARC pudieron militarmente con el gobierno colombiano. Por esto, están negociando, lo que llamaríamos, un empate.

Las FARC no piensan como nosotros, la población civil. Nosotros vemos los crímenes que cometen. Pero ellas están convencidas de su proyecto de nación. Lo más interesante es que ahora le apuestan a un proyecto de nación no desde la lucha militar, sino desde la lucha política.

Algunos dicen que perdieron el norte y se dejaron seducir por el dinero de la cocaína (probablemente sea cierto). Pero también sucede lo mismo con la clase política colombiana: se han dejado convencer por el dinero sucio de los paramilitares y las mafias, y han servido al bienestar de los pequeños y grandes consorcios, llenándose los bolsillos de dinero.

Lastimosamente, no la clase política, ni el Ejército ni la Policía colombianas son lo que deberían ser. Su legalidad jurídica no está respaldad por una legitimidad real en la vida de los ciudadanos, pues son instituciones que respiran podredumbre.

¿Son entonces mejores las FARC que la clase dirigente y las fuerzas armadas?

En ese sentido, no estamos hablando de un grupo bueno que se está enfrentando a un grupo malo. Estamos hablando de dos grupos compuestos por seres humanos que cometen crímenes y justifican sus deseos de poder y riquezas en alguna ideología, ya sea la del Estado o la de la Revolución.

Tristemente nosotros, la población civil, no estamos representados ni defendidos por las Fuerzas Armadas Colombianas ni mucho menos por las FARC. Estos grupos se matan por sus propios intereses o por los intereses de determinadas empresas. Algunos de ellos vociferan ingenuamente que nos representan, pero no es así.

Por esto, una aprobación a los Acuerdos de Paz (después de haberlos leído en su totalidad) sería la aprobación para el establecimiento de las bases de la paz que permitirá no solamente acabar con las FARC, sino también dejar al descubierto la podredumbre que hay en la política colombiana.

Esta firma del acuerdo no será la paz final, pero es el comienzo. La Paz, como ha manifestado el Documento de la Federación Luterana Mundial con respecto a la situación de nuestro país, tomando imágenes bíblicas de la construcción del Reino de Dios, podría contextualizarse parcialmente para Colombia de este modo:

“La paz significa que todas las personas y comunidades puedan producir sus propios alimentos sanos. Para la población infantil, significará poder llegar a sus colegios y jugar por las calles sin el peligro de tener accidentes con minas antipersona o municiones sin explotar. Para las mujeres, poder expresar sus opiniones y participar en la toma de decisiones que les afectan. Para las comunidades, la posibilidad de transformar conflictos históricos por la tierra, el territorio, entre otros, a través del diálogo, no por medio de violencia”[1].

Es decir, la paz no es la ausencia de las FARC porque, sin las FARC, todavía seguirá habiendo terratenientes que desplazan a los campesinos, narcotraficantes que exportarán cocaína por diferentes medios, políticos corruptos que aceptan dineros bajo la mesa para financiar a grandes empresas en detrimento de las pequeñas economías, policías que se dejan sobornar en las calles, soldados que asesinan y maltratan a la población civil, bases militares norteamericanas con inmunidad política que ha permitido que estos soldado violen jovencitas y no respondan por sus crímenes.

Sin embargo, quitando esa piedra en el zapato llamada FARC, la sociedad colombiana no tendrá ese factor distractor y podrá concentrarse en otros problemas menos visibles y tal vez más profundos, como el problema de la distribución y restitución de la tierra, los altos niveles de corrupción y la falta de protección del mercado frente al monstruo de las importaciones y el libre comercio.

En lo personal, debo decir que yo prefiero tener a las FARC debatiendo en el Congreso (aunque no esté de acuerdo con sus ideas), y no verlos en el monte poniendo minas y matando gente. Nos guste o no, el ejercicio de la Democracia implica reconocer dentro del Estado ideologías diferentes que debaten en lo público con ideas, no con armas. Ya quedará en la conciencia y educación de todos los colombianos, después de un conocimiento profundo de causas y propuestas, si elegir en las urnas como gobernantes a representantes de esta izquierda radical o no hacerlo.

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[1] https://colombia.lutheranworld.org/es/content/cuenten-con-que-desde-la-federacion-luterana-mundial-les-acompanaremos-por-el-camino-hacia

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