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Por Nicolás Panotto

“Si no es él, entonces, ¿quién es?”, se pregunta Job sentado sobre su propia miseria (Job 9.24) Es en el límite de su acontecimiento, el límite de su propia fe, el límite de lo que le confería sentido a su existencia, donde el cerco de protección de ese “Dios contractual” (Marion Muller-Colard), es decir, esa imagen de Dios aprehendida e incuestionable a lo largo de su vida y siempre venerada incondicionalmente, se cae. En realidad, ese perímetro nunca existió. Nunca hubo tal transacción. Ello no fue más que un acuerdo unilateral, ilusorio, un mecanismo de defensa manoteado desde la fragilidad humana. El sinsentido nos expone a la realidad de la injusticia, a la vacuidad de la retribución. No hay creencia, no hay acción, no hay rito, que nos asegure un desenlace.

 

Tal vez debemos cambiar radicalmente nuestra mirada, como nos invita el Eclesiastés: “Nada hay mejor para el ser humano que comer y beber, y llegar a disfrutar de sus afanes. He visto que también esto proviene de Dios” (Ecl 2.24) La pregunta es: ¿dónde depositamos el objeto de aquello que demarca un horizonte de sentido? El problema no es tanto a lo que nos aferramos, sino su pretensión de incondicionalidad, de absoluto. Debemos asimilar que el sentido no es un objeto sino una eterna lucha, un conflicto con el sinsentido. Más aún: sin reconocer su presencia, su insistencia, el sentido no tiene sentido. El sinsentido es el exceso necesario e ineludible para aprender a convivir con el vértigo de los bordes que habitamos. Es la invitación a la obligada pregunta por ese otro-Dios que nos concede ir más allá de nuestras imágenes contractuales. Como afirma Paul Tillich, “el acto de aceptar la ausencia de sentido es en sí mismo un acto repleto de sentido: un acto de fe”

 

Es lo que Marià Corbí plantea como las “experiencias silenciosas” que son parte fundamental de la estructura de todo conocimiento, las cuales devienen desde “experiencias de realidad”, es decir, vivencias que desbordan nuestros conceptos y saberes, en el encuentro con aquello que nos deja sin palabra (al menos, excediendo los términos conocidos), en silencio, sólo contemplando, y viendo la manera de “incorporar” aquella novedad, resignificando saberes o creando nuevos. Por ello, se podría decir que contar con mayor conocimiento teológico no significa crear nociones clausuradas y sistemáticas, sino más bien tener la capacidad de aprehender y ser conscientes de los desbordes que nos rodean. De ello dependerá nuestra capacidad crítica, nuestro sentido de utopía, nuestra posibilidad de contextualización, revisión y reimaginación.

 

Eso mismo debería ser la teología: no una disciplina que transmite conceptos inamovibles sino un tipo sensibilidad para adentrarse a una realidad que es en sí misma ab-soluta (es decir, “suelta de relaciones”, siempre novedosa con respecto a lo que conocemos), trascendente, con una capacidad propia de sorprendernos y sobrepasarnos, donde la función del quehacer teológico es sobre todo discernir lo divino como aquello que “insiste”, que empuja, que “revela” nuevas experiencias de realidad que nos desafían, desde el silencio que produce la “fascinación” (Otto) frente a esas vivencias.

 

Teología es vocación. Es la porfía de intentar poner palabras a lo indecible, en un ejercicio apasionado, así como obsesionado por nunca darle un final, ya que el final se encuentra sólo en Dios. Teología es compromiso con las posibilidades infinitas de la existencia desde la experiencia de esa divinidad-Otra que nos conmueve en nuestro presente y al mismo tiempo avanza sin parar, impulsándonos al infinito, saltando los “contratos” que humanamente creamos desde nuestra obsesión por los ídolos, que no son más que nuestras proyecciones de poder. Teología es sensibilidad frente al sufrimiento, como el lugar más oscuro y misterioso de la piel, donde se conjugan las más grandes bellezas como las injusticias más comunes de nuestra humanidad; es precisamente el lugar donde habita Dios.

 

No se a ciencia cierta en qué creo. No veo claramente a quién le hablo. 

Pero allí decido habitar, a pesar del desconcierto. 

Opto por lo desconocido, lo que me seduce a dudar, lo que me supera; lo que suena, a veces, como hablarle al viento. 

Incluso a sospecharme en la locura de construir desvaríos, fruto de mis proyecciones y temores. 

Pero elijo ese lugar de vacilación, antes que atrincherarme en lo minúsculo que conozco, como si ello fuera el mismísimo universo. 

No se quién Sos; tampoco se quien soy. 

Al menos compartimos esa pregunta, y con ella caminamos, 

jugando a dar respuestas.

 

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