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Por Nicolás Panotto

Las noticias sobre el involucramiento de “los evangélicos” en la política siguen multiplicándose con imágenes de distintos países y contextos. El gobierno de Duque en Colombia incluyendo sigilosamente funcionarios evangélicos en áreas clave de su gobierno (especialmente en aquellas “zonas sensibles” de políticas públicas), Nicolás Maduro en un encuentro con pastores y pastoras pidiendo oración y apoyo por el momento de crisis del país, López Obrador en México coqueteando con expresiones evangélicas dentro de su frente partidario para tratar acciones en temas de salud, sexualidad y moral, el surgimiento del Frente Federal por la Vida y la Familia en Argentina compuesto por personajes controversiales como Cynthia Hotton y Agustín Laje, entre otros tantos, son algunos casos que podríamos traer en esta coyuntura.

¿Qué nos muestra este panorama? ¿Cuál es el poder real del campo evangélico? ¿Poseen capital político real o más bien hacen “barullo”, como dirían en Brasil? Muchos estudios nos advierten sobre el cuidado a tener en torno a generalizaciones que no dan cuenta del peso real del campo evangélico en términos de política institucional, o de hacer comparaciones entre casos con muchas diferencias entre sí, como por ejemplo Argentina, Brasil y Chile, donde el “fenómeno Bolsonaro” y su relación con algunas iglesias evangélicas se utiliza y traslada en cada contexto para estudiar la incidencia de estas comunidades religiosas, sin considerar las importantes distancias sociológicas y porcentuales entre un caso y otro. 

Un aspecto central que destacan estos análisis es que la relación entre extensión demográfica y opciones políticas dentro del campo evangélico no tiene necesariamente correlación directa. Se tiende a percibir como si la membresía de estas iglesias podrían ser llevados por los mismos senderos ideológicos o manipular en términos electorales, cuando la realidad muestra importantes divergencias en términos de temáticas en común, preferencias ideológicas y mecanismos de incidencia desarrollados por cierta cúpula eclesial. Es decir: hay temas donde veremos que algunas expresiones de “lo evangélico” actuarán de manera más uniforme (por ejemplo, frente a la opinión sobre agendas valóricas), pero cuando traducimos eso en términos de capital político e ideológico, el panorama es muchísimo más complejo, hasta contradictorio.

Por esa razón hablamos de “los evangélicos”, entrecomillado, porque hay que comprender que la visibilización pública de muchos de sus referentes y líderes no implica un efecto directo en el resto de la feligresía, al menos en términos electorales y políticos. Sin embargo, de alguna manera, este fenómeno se replica en todas las expresiones religiosas, inclusive en la católica, que a pesar de tener una estructura más homogénea y jerarquizada, no impide que sus expresiones internas (sean teológicas o políticas) sean sumamente heterogéneas y hasta antagónicas. 

De todas formas, el análisis de los modos de incidencia evangélica deben ampliarse, ya que si nos quedamos solamente con un estudio sobre su influencia en el esquema partidario o institucional, no daremos cuenta de otros espacios, prácticas y contextos donde la presencia política evangélica se evidencia con más notoriedad y proyección. Me refiero específicamente a considerar dos elementos: el aporte de “lo evangélico” como significante en los procesos de identificación política y la incidencia de este campo dentro de mecanismos políticos regionales. Con respecto al primero, existe una necesidad de resignificar el sentido de cómo se juegan las identificaciones políticas desde una cosmovisión religiosa, específicamente en términos institucionales, que vaya de una comprensión partidista/nacional hacia un sentido o mecanismo de articulación dentro de un espectro más bien poli-céntrico de prácticas y actores sociales. 

Podemos afirmar que los intentos de algunos grupos evangélicos de formar partidos propios han fracasado -desde la década de los ’80 y en distintos países-, y con ello la imposibilidad de contar con una base electoral propia. Alcanzar dicha meta no solamente sería imposible en términos políticos sino también identitarios, considerando la configuración religiosa y eclesiológica particulares de esta expresión cristiana. Pero sabemos muy bien que hoy por hoy (aunque en realidad siempre ha sido así) la política no constituye simplemente un juego de poder entre partidos rivales sino más bien de una negociación entre muchas expresiones sociales, con el propósito de ampliar bases territoriales, y lograr una articulación diversificada en términos de capital simbólico y político. Es en este sentido, entonces, que podríamos afirmar que muchos agentes que se identifican con el campo evangélico están jugando un rol central en procesos políticos actuales.

¿Por qué? Lanzo algunas hipótesis para seguir trabajando. En primer lugar, ciertas iglesias evangélicas están emergiendo como referentes en medio de un contexto de crisis de confianza sobre agentes sociales históricos. Podemos ubicar este fenómeno en el regreso de cierta crítica hacia los actores políticos tradicionales, razón por la cual hoy día es común ver la postulación de “outsiders” que se pretenden fuera de los bipartidismos, de las tensiones derecha-izquierda o inclusive de la propia institucionalidad política (de allí la presencia de periodistas, deportistas, actores o “youtubers” como alternativas electorales). También podríamos traer al caso un fenómeno que está ocurriendo en varios países latinoamericanos con respecto a la caída en la imagen pública de iglesia católica, la cual ha sido históricamente uno de los agentes con mayor porcentaje de confianza social. Chile tal vez es el caso más emblemático: la Encuesta del Bicentenario de 2018 muestra que la confianza en la institucionalidad de la iglesia cayó de un 18% a un 9% desde 2017, y de un 27% a un 15% entre los/las católicos/as. Obviamente aquí influye el factor de las denuncias sobre abuso en la curia, lo cual aún hoy sigue desgastando la credibilidad eclesial en dicho país. Pero podríamos, además, mencionar el fracaso en la mediación de la iglesia católica en Nicaragua o las tensiones en Argentina con la figura de Francisco, como otros posibles ejemplos. 

Son fenómenos diversos donde tampoco caben generalizaciones sobre el funcionamiento del vasto abanico católico, pero sí daría cuenta de una mutación o movimiento sobre la creciente diversificación del campo religioso latinoamericano, lo cual ha abierto la puerta, entre otros factores, al campo evangélico, como primera minoría en casi todos los países latinoamericanos, para ubicarse como un actor con el cual no sólo se pueden construir nuevas dinámicas de capitalización simbólica –principalmente del lugar social del cristianismo- sino de otro tipo de mecanismos de negociación y articulación dentro de la política institucional. Lo mismo cabe a la coyuntura que se abre con la crisis de los imaginarios y agentes políticos, los cuales encuentran también en cierta retórica y performance evangélicas una vía para lograr otro modo de promover lazos sociales, y con ello alcanzar la confiabilidad perdida por parte de algunos sectores.

Este último es precisamente otro aspecto a considerar sobre el contexto de mutación de las identificaciones políticas: los recursos retóricos, rituales y simbólicos que ofrece la cosmovisión evangélica en torno a la construcción de carismas. Este elemento, sin duda, tampoco puede ser abordado desde una mirada homogeneizante: hay muy diversos modos de práctica ritual en el campo evangélico, que van desde los tradicionales y conservadores hasta los más carismáticos. Pero de alguna manera, las expresiones más representativas, especialmente pentecostales, se han transformado en instancias de crítica no sólo hacia las mediaciones religiosas hegemónicas (especialmente de corte católico) sino también de diversos modos de socialización –especialmente de retóricas militantes e institucionalizadas que poco llegan al común de la gente-, proponiendo otros mecanismos de vinculación, orientados más bien hacia el valor de lo afectivo, de las experiencias personales, de la mística comunitaria, de cierto discurso empoderador de los sujetos, entre otros elementos, que de alguna manera abonan a los imaginarios emergentes que cuestionan el racionalismo, la pragmática, la ineficacia y, sobre todo, la desconfianza que generan las formas políticas tradicionales, las cuales generan rechazo de muchos grupos.

Por esta razón, vemos, por ejemplo, un Bolsonaro bautizándose en el río Jordán por un pastor, o un Uribe (Colombia), Maduro (Venezuela), Larreta y Vidal (Argentina), entre tantos casos más, cumpliendo con la performance de una oración de suplica emotiva y constreñida, tal como se acostumbra entre ciertas iglesias. Esto se vincula no sólo con la necesidad de una mímesis con intención electoral, sino también con el objetivo de apropiarse de ciertos recursos simbólicos, afectivos, relacionales y rituales, que hacen espejo entre la construcción de una figura política, con los mecanismos de incidencia y carisma social del campo evangélico, los cuales poseen un importante poder catalizador en términos sociales.

El último elemento a tener en cuenta con respecto al rol que están asumiendo ciertas expresiones del campo evangélico tiene que ver con sus crecientes redes de incidencia a nivel global y regional. Movimientos como “Con mis hijos no te metas” (Perú), Congreso por la Vida y la Familia (México) o Parlamento y Fe (Argentina), son instancias que dejaron de ser representaciones exclusivas dentro del campo nacional, para ubicarse como espacios que congregan funcionarios de toda la región para organizar acciones conjuntas. También encontramos el trabajo de “ministerios” norteamericanos, como Capitol Ministry, el cual ha organizado encuentros con referentes de Costa Rica, Honduras y otros países de América Central, con el propósito de ofrecer estudios bíblicos para funcionarios y congresistas. Por último, este fenómeno también se pudo plasmar en la última Asamblea de la Sociedad Civil en la OEA, llevada a cabo en junio de 2018, donde participaron tres coaliciones evangélicas, en representación de más de 135 iglesias y organizaciones. El lobby y la influencia que están teniendo estos sectores en dichas instancias, están logrando importantes articulaciones en términos de acciones regionales sobre ciertas agendas, especialmente vinculadas a derechos humanos y políticas públicas en clave de género, junto a organizaciones de sociedad civil no religiosas, espacios políticos varios e inclusive representantes de Estado dentro de dichos organismos.

Podemos resumir, entonces, que más allá de que “lo evangélico” no posea un fuerte enclave territorial en términos políticos institucionales o partidarios, se está transformando cada vez más en un agente que gana piezas en el ajedrez transnacional, especialmente por su capacidad de aportar a nuevas dinámicas socio-políticas en el continente, y otorgando recursos simbólicos y rituales que se ajustan a las demandas por nuevas performances y empatías sociales. Por ende, la capacidad política de ciertos grupos evangélicos con influencia regional, trasciende las formas partidarias y las fronteras nacionales, para ubicarse como actores que saben moverse con mucha facilidad dentro del ámbito de organismos interamericanos, con importante lobby global (gracias a los contactos con ministerios para-eclesiales en otros países) y, desde allí, ejercer presión dentro de disputas hegemónicas en diversos espacios. 

En resumen, aunque es difícil hablar de un “enclave político evangélico” en términos partidarios e institucionales -al menos con pretensiones comparativas, sabiendo que los casos en cada país son muy disímiles-, sí debemos advertir que los mecanismos de incidencia política de algunos sectores en este campo otorgan un capital político muy afín a la coyuntura de mutación de los imaginarios políticos en América Latina en los últimos años, además de proyectarse dentro de niveles transnacionales, donde se están moviendo fichas que, finalmente, terminan repercutiendo de debates claves para las políticas locales, nacionales y regionales.

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