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Por Nicolás Panotto

El pasado 5 de julio, el presidente argentino Javier Milei volvió al centro de la atención mediática, esta vez por un hecho poco usual en el contexto político nacional: fue el principal orador en la inauguración de la iglesia “Portal del Cielo”, templo que se convirtió en el más grande del país. La iglesia —un pomposo y moderno estadio con capacidad para 15.000 personas— fue construida en Chaco, una de las provincias más golpeadas por el aumento de la pobreza y, al mismo tiempo, epicentro de un crecimiento exponencial del campo evangélico.

Lo que podría haber sido un acto protocolar de encuentro con líderes religiosos nacionales e internacionales terminó siendo, sin disimulo alguno, un mitin político con todas las letras. Cánticos de hinchada, banderas y carteles como en cualquier manifestación partidaria, presencia de la plana mayor del gobierno, y un discurso presidencial con poco de corrección política. Esto último llama la atención considerando que en un espacio como el religioso los políticos/as tienden a comportarse con cierta cautela, ya que suele presentarse como “neutral” ante posturas ideológicas radicales. Este, sin duda, no fue el caso.

Teología Mileista

El discurso de Milei giró en torno a tres ejes: una apología del capitalismo, una crítica frontal a la izquierda y un cuestionamiento al Estado y a la justicia social. Todo ello enmarcado en una retórica religioso-teológica. Desde el inicio, el presidente sostuvo que la transformación de un país se da a través de tres “frentes de batalla”: la gestión, la política y lo cultural. Es en este último donde ubicó a la iglesia: como uno de los paladines de la hoy tan mentada “batalla cultural”, es decir, la lucha por las ideas y las concepciones de mundo.

¿En qué consiste esta batalla? Según Milei, se trata de combatir el “relativismo cultural” que —a su juicio— atenta contra el principio de libertad instaurado por la Ilustración. Esta defensa de Occidente como bastión de la libertad se explica, según el presidente, por sus raíces judeocristianas, las cuales define —siguiendo el clásico estudio de Max Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo— por el trabajo como vocación, la responsabilidad individual, la previsión y el respeto a la ley. Más aún, Milei sostuvo que “la ética del capitalismo moderno encontró en la tradición judeocristiana un terreno fértil para desarrollarse”.

Ahora bien, esta relación entre Occidente, capitalismo y judeocristianismo dista de ser una novedad: es milenaria, según él. Para explicarlo, Milei se remontó al libro de Génesis para sostener que “la riqueza es bendición de Dios”. A partir de Génesis 26, construyó la siguiente alegoría: la “envidia” de los filisteos frente a la prosperidad de Abraham e Isaac refleja, según el presidente, la dicotomía fundante entre izquierda y derecha, capitalismo y Estado, producción y resentimiento. “¡Porque eso es la izquierda: envidia!”, exclamó.

Desde allí, criticó a la justicia social, la cual catalogó como “pecado capital” y como “caridad impuesta por la fuerza”. Particularmente llamativa fue su interpretación bíblica: afirmó que la justicia social contradice mandamientos como el séptimo (porque implica robar los bienes del prójimo) y el décimo (por codiciar los bienes ajenos).

Esta idea la conectó con sus habituales ataques al Estado. Para Milei, el Estado es un “ídolo”, un “falso dios”, incluso un “maldito dios” que se opone al Dios verdadero. Para fundamentarlo, apeló a dos pasajes bíblicos: el diálogo entre Samuel y Dios cuando el pueblo pide un rey (1 Samuel 8) y la escena en que el diablo tienta a Jesús ofreciéndole todos los reinos del mundo (Lucas 4.5). En ambos casos, según Milei, la figura del “rey” o de los “reinos” equivale al Estado moderno, lo que le permite concluir que el Estado es, en esencia, una creación demoníaca.

Hay mucho que se podría analizar, aunque este no sea el espacio para hacerlo con el detalle necesario. Sí vale señalar que ni Samuel 8 ni Mateo 4 —ni ninguna referencia a los “reinos” en la Biblia— pueden referirse al Estado tal como hoy lo entendemos, dado que esta institución comenzó a desarrollarse recién 1500 años después. Por el contrario, como se aprecia claramente en 1 Samuel 8.11-18, la crítica a los “reyes” expresa el rechazo divino a hombres que se erigen como autócratas en medio del pueblo, que se presentan como escogidos por Dios para imponer políticas excluyentes, favoreciendo a las élites y exigiendo obediencia absoluta, mientras reprimen a quienes disienten. Lo que Dios rechaza no son los Estados sino aquellos líderes (y sus maquinarias de reinado) que se creen sus emisarios y se ubican por sobre el pueblo, destruyendo su organización política comunitaria, tal como lo vemos en la asamblea de las 12 tribus que vemos en el Pentateuco. Tal vez Milei debería considerar estas lecturas y hacer aplicaciones más cercanas y contemporáneas de este pasaje dentro de su círculo inmediato.

Ni hablar de su visión sobre la justicia social. El presidente omite numerosos pasajes bíblicos que desmienten su postura, como las conocidas leyes del Jubileo en Levítico 25, donde se manda a devolver las tierras cedidas por deudas, con el argumento de que “las tierras son de Dios” y que nadie puede apropiarse de ellas acumulando riqueza a costa de otros. Esta visión choca de frente con la defensa irrestricta de la propiedad privada que Milei presenta como eje del pensamiento judeocristiano.

Tampoco parece haber leído más allá del versículo citado en Lucas 4.5, ya que tan solo unos versículos después (Lucas 4.16-18), Jesús entra en la sinagoga, abre el rollo de Isaías y proclama:

“El Espíritu del Señor está sobre mí
Porque me ha ungido para anunciar buenas noticias a los pobres
Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón
A proclamar libertad a los cautivos
Y vista a los ciegos
A liberar a los oprimidos
A proclamar el año agradable del Señor”.

Este último punto remite, precisamente, al Jubileo. Desde esta perspectiva, podríamos decir que, para Milei, Jesús sería un socialista radical que impone caridad y vulnera la propiedad privada…

La biblia como arma ideológica

Pero la afirmación más peligrosa fue: “No nos van a doblegar. Nosotros conocemos las santas escrituras”. Lo preocupante no es que Milei las conozca o no, sino que utilice esta supuesta familiaridad con el texto sagrado para afirmar una lectura única, cerrada, excluyente. Uno de los mayores valores del texto bíblico es su pluralidad interpretativa, su apertura a múltiples lecturas y diálogos, incluso en medio de disensos. El problema no es la disputa hermenéutica, sino la pretensión de encarnar “la” interpretación correcta, con el aval divino y la exclusión de cualquier otra posición.

Una vez más, vemos cómo se instrumentaliza la religión y un texto sagrado para legitimar una visión única de mundo. Lo que vuelve peligrosa esta operación no es sólo su contenido, sino su uso autoritario. Si la Biblia ha conservado relevancia a lo largo del tiempo, es justamente por su riqueza, su diversidad interna, su capacidad de interpelación constante. Pero cuando el poder político pretende imponer una única lectura —y, peor aún, proyectarla como “milenaria”—, lo que sigue es lo peor: autoritarismo, dictaduras, genocidios, campañas colonialistas, totalitarismos de todo tipo. Y la historia lo demuestra con creces. Historia con la cual Milei y su séquito decidió asociarse.

¿Y los evangélicos? ¿Qué dicen?

Frente a esto, cabe una pregunta urgente: ¿qué hará ahora la iglesia evangélica argentina? Lo que quedó claro es que Milei, su gobierno y su equipo han causado un daño enorme a la imagen pública del campo evangélico. Una imagen que ha costado décadas construir frente a las críticas y prejuicios sociales históricos. Una vez más el significante “evangélico” es absorbido por estereotipos externos y una agenda política determinada, teñida de retórica excluyente, totalitaria y violenta. ¿Eso representa lo evangélico?

Por supuesto que no. Aquí reside una gran responsabilidad de las iglesias: levantar la voz y marcar límites frente a esta voz que pretendió embaucar su legado. En democracia, todo evangélico o evangélica tiene derecho a apoyar a Milei, como a cualquier otro político. Pero ninguna expresión partidaria puede arrogarse la representación del campo evangélico en su conjunto. Menos aún puede un gobierno pretender encarnar una identidad religiosa, utilizando la Biblia como herramienta de legitimación, como lo hizo Milei con su incipiente teología libertaria.
“teología libertaria”. Lo evangélico no se reduce a “valores morales” que consagran a Occidente o al capitalismo. Se enraíza, más bien, en una ética de la compasión, la justicia y la dignidad humana, con múltiples formas de encarnación política.

Voces divergentes

Algunas voces ya se han manifestado. El duro comunicado de la Federación Argentina de Iglesias Evangélicas (FAIE), titulado “No es Moisés, es el Faraón”, marca una clara línea crítica. En contraste, el pronunciamiento de la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (ACIERA) intenta resguardar el lugar institucional de las iglesias, pero evita cuestionar la performance presidencial.

La pluralidad evangélica

Este combate contra la instrumentalización religiosa no solo recae en las iglesias. También involucra a organizaciones de la sociedad civil, actores políticos y medios de comunicación. Lo peor que puede hacerse es caer en la trampa que el mismo Milei tendió: promover la idea de que sus palabras representan a todo el campo evangélico y cristiano. Para cuestionar esta maniobra, es clave desmantelar los estereotipos que el propio presidente utilizó: asociar lo evangélico al capitalismo, la modernidad, la Ilustración, el libertarismo. Nada más lejos de la realidad.

Aunque no negamos la presencia significativa de discursos conservadores, el campo evangélico es profundamente plural. En él conviven posturas ideológicas, sociales y teológicas diversas, incluso antagónicas. Cuestionar el abuso religioso de Milei implica visibilizar esta complejidad. Si la sociedad civil cae en las generalizaciones antojadizas del presidente, también estará colaborando con la consolidación de un poder que utiliza la fe para fines autoritarios.

La justicia social, la colaboración territorial con el Estado, la caridad radical como praxis de fe, el trabajo conjunto con organismos internacionales, el compromiso con la erradicación de la pobreza estructural… Todo esto también ha marcado la historia pública del campo evangélico, incluso a pesar de sus contradicciones internas. Lo que hizo Milei —junto a sus aliados— fue negar esa historia, para reemplazarla por un relato funcional a su ideología. ¿Permitiremos que se borre esta memoria en nombre de una agenda política reaccionaria? ¿Cederemos, una vez más, ante un poder que instrumentaliza lo sagrado para imponer su hegemonía?


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