Por Nicolás Panotto
En América Latina, los debates en torno a la libertad religiosa van y vienen. A veces se originan por la creación de posibles marcos legales en algún país (actualmente lo vemos en Argentina y Puerto Rico, o en los recientes desenlaces en Bolivia, con la aprobación de la ley 1161 de Libertad Religiosa, Organizaciones Religiosas y Creencias Espirituales). Otras -tal vez la mayoría de las veces- por hechos o circunstancias que tocan fibras sensibles de la ya delicada relación entre el mundo religioso, la sociedad y las instituciones políticas, surgidos, por ejemplo, con los debates en torno a la despenalización y legalización del aborto, el matrimonio igualitario o la educación sexual, la legislación sobre terapias reparativas, cambios en la política de colegios profesionales, enseñanza religiosa en colegios, entre otros.
Hoy el tema parece que vuelve a la palestra. No sólo por su tratamiento en ciertos países en particular sino, principalmente, en espacios de deliberación regional y Sistema Interamericano, tales como la OEA, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las Naciones Unidas. Los ejes principales evocados en estos casos no difieren de los abordajes tradicionales: libertad religiosa como libertad de expresión y desde la defensa de prácticas no discriminatorias. En otros términos, en el énfasis se encuentra en el derecho de los sujetos creyentes y las comunidades religiosas a expresar sus creencias, de construir las mediaciones institucionales necesarias y tener el amparo legal correspondiente para hacerlo. El foco es la libre manifestación del agente (individual o colectivo) y todas las garantías necesarias para hacerlo.
Hasta aquí nada extraño. Pero si comenzamos a leer con atención los pequeños giros retóricos y argumentativos que poseen estas enmiendas o proyectos de ley, y más concretamente los objetivos que se podrían percibir de fondo, divisamos algunos posibles usos que estos abordajes insinuarían, con impactos impredecibles en términos de vulneración de derechos.
El aroma a sospecha se incrementa aun más al indagar sobre los actores que promueven estos debates, como también sus posibles intenciones políticas de fondo. Desde el campo religioso, identificamos redes de organizaciones basadas en la fe e interreligiosas, que hace tiempo vienen levantando su voz contra políticas relacionadas con los reclamos de la comunidad LGBTIQ, derechos sexuales y reproductivos, y otros temas de gran sensibilidad para espacios neoconservadores. Paralelamente, los Estados que acompañan estas iniciativas son también reconocidos por su resistencia a agendas en derechos humanos y políticas inclusivas.
“¿Por qué son estos actores los que ponen el tema sobre la mesa en este preciso momento de grandes tensiones regionales sobre ciertas agendas políticas? ¿Por qué levantar el avispero, aludiendo a la ahora tan ponderada libertad religiosa? Podríamos identificar suspicacias para nada inocentes: el concepto de libertad religiosa podría ser utilizado como excusa para alegar un amparo político y hasta legal con el propósito de oponerse, sin derecho a réplica, al reconocimiento de otras libertades, al cumplimiento de políticas públicas y a diversos acuerdos jurídicos y socio-políticos sobre temáticas non sanctas para algunas expresiones ideológicas en el mundo religioso. En otros términos, se apela a la libertad religiosa como marco de protección ante cualquier tipo de situación que infrinja el estatus del individuo o comunidad –específicamente en lo relacionado a su creencia religiosa particular-, lo cual se podría aducir como instancias persecutorias o prácticas discriminatorias.
A modo de ejemplo, ¿puede una comunidad religiosa reclamar el derecho de “libertad religiosa y de expresión” para justificar declaraciones difamatorias contra organizaciones de derechos humanos? Esta fue la discusión generada el año pasado tras la demanda del Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (Movilh) a la Catedral Evangélica de Chile, donde se denunció a esta última –más específicamente a uno de sus pastores- por declarar en un evento público (transmitido, además, por redes sociales) que el Movilh estaba promoviendo el abuso de menores y la prostitución infantil al exigir la derogación y/o modificación del artículo 365 del Código Penal. La iglesia apeló su inocencia invocando el principio de libertad de expresión como entidad privada. Finalmente, la iglesiafue condenada al pago de $ 5.000.000 de pesos chilenos (cerca de 25 mil dólares) “a título de indemnización por daño moral”. Valga destacar que dicha sentencia no fue sostenida en una legislación sobre expresiones religiosas, sino a partir del mismo código penal.
Caben mencionar otros casos de vulneración en nombre del supuesto respeto a un posicionamiento religioso: servidores públicos que se nieguen a reconocer la identidad de una persona trans, la privación de servicios y de atención a una pareja homosexual, un colegio confesional que no reconozca las prácticas religiosas de alguno/a de sus estudiantes, negación a brindar educación sexual (aunque lo estipule la ley) en escuelas por motivos religiosos, entre varios más.
En muchas de estas circunstancias, las entidades religiosas alegan discriminación e “imposición” por parte del Estado por la exigencia al cumplimiento de políticas públicas. Ahora, ¿puede excusarse en tal enmienda a un marco legal o político acordado según los mecanismos democráticos de una comunidad? ¿No sería, además, el mismo argumento de aquellos grupos y minorías que quedan desprotegidos por parte del Estado y las políticas públicas, a raíz de la oposición e incidencia de grupos religiosos que pretenden sobreponer sus opciones morales particulares a toda la sociedad? Entonces, ¿acaso la discriminación no se da también desde las comunidades religiosas?
En resumen, estos ejemplos muestran que se podría recurrir a la libertad religiosa (y todo su andamiaje político y legal) como una manera de obstaculizar otros derechos y libertades. Más concretamente, se adhiere a lo propiamente religioso una agenda política junto a perspectivas morales, pertenecientes sólo a ciertas voces dentro de un espectro religioso particular.
¿Estamos insinuando, entonces, que la libertad religiosa no es un asunto prioritario o que deba ser abordado? ¡Todo lo contrario! Más bien, hace falta profundizar sobre los puntos de partida que fundamentan su tratamiento. Aquí varios elementos a considerar. Primero, la libertad religiosa no debe estar ni por encima (ni por debajo) del respeto hacia otras libertades y consensos. No puede negarse el derecho al reconocimiento y cumplimiento de marcos legales y políticas sociales y públicas acordados a partir de los mecanismos democráticos correspondientes, en nombre de una fe particular (o más concretamente, desde una perspectiva moral específica legitimada a partir de una cosmovisión religiosa).
¿Por qué? Esto nos lleva a un segundo elemento fundamental: porque ninguna perspectiva religiosa está ligada a una única visión moral. Inclusive en el caso de que exista tal vinculación (al menos sobre algunos temas doctrinales específicos), tampoco se puede obligar ni a miembros particulares de una comunidad religiosa y menos aún a la sociedad general –donde conviven otro tipo de creencias, sean religiosas o no- a cumplirlas o negarlas. Dentro del cristianismo, el Islam, el judaísmo, el budismo o grupos indígenas, encontramos tensiones, divergencias y diferencias con respecto a temas como el aborto, la homosexualidad, el feminismo, entre otras agendas sensibles. Por esto, es inconcebible que en nombre de una religión se impongan (o nieguen) visiones sociales particulares, tanto a miembros del grupo con el que se identifica una creencia como a toda una sociedad.
Tercero, no podemos hablar de libertad religiosa fuera de un marco de derechos humanos. La libertad religiosa debe comprenderse como una condición de libertad e igualdad en términos de reconocimiento y profesión de creencias particulares, inscrita en un campo social donde otras libertades son abordadas, y que conciernen no sólo al “resto” de la sociedad, sino inclusive a las personas que forman parte de las propias comunidades religiosas en tanto ciudadanas y ciudadanos que merecen atención y respeto, más allá de lo que el liderazgo o ciertos dogmas de sus espacios de creencia dispongan.
Por último, una ley de libertad religiosa no debería tratar solamente la situación de vulnerabilidad de las comunidades religiosas en relación a los “otros”. Es decir, no puede constituirse un marco legal que sólo trate del comportamiento de la sociedad hacia las religiones en tanto personas sociales y legales. Aquí la gran limitación en vincular libertad religiosa exclusivamente con libertad de expresión o discriminación como únicos marcos de derecho, tal como predomina en abordajes nacionales e internacionales. También deberían tratar sobre las responsabilidades de las propias religiones y creencias en relación con otros campos de lo social y en respeto a un ambiente democrático plural, donde los consensos son alcanzados vía mecanismos reconocidos por la ley junto a todos los agentes de una sociedad, por lo cual deben ser respetados en su aplicación. Por ende, los ejes de discriminación, persecución e intolerancia deberían ser elementos no sólo vistos como acciones hacia las personas creyentes y comunidades religiosas, sino también como posibles actitudes de éstas hacia otros sujetos o consensos sociales.
El tratamiento de estos temas es fundamental para nuestro contexto político actual. El valor democrático de la libertad religiosa está siendo vilipendiado por intereses particulares de grupos religiosos y espacios políticos neoconservadores con agendas muy particulares, que vulneran consensos históricos en términos de derecho. Es necesario un diálogo en profundidad, en estos tiempos donde la temática se debate en varios países en particular, como también en instancias como la OEA, donde este año se pretende emitir una resolución sobre derecho a la libertad de religión, creencias y expresión. La “negación laicisita” por parte de algunas organizaciones de sociedad civil tampoco ayuda, ya que dicha actitud sólo dejará el camino despejado para que las voces hegemónicas controlen la agenda. Hay que crear más instancias de articulación, diálogo e intercambio para que la libertad religiosa como derecho fundamental no sea impedimento al respeto de otros derechos ganados, sino una instancia de promoción, inclusión y reconocimiento de los mismos.