Por Nicolás Panotto
Durante los días 26, 27 y 28 de junio se llevó a cabo la 49 asamblea de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la ciudad de Medellín, Colombia. Como viene sucediendo en las últimas asambleas (especialmente en el Diálogo con Sociedad Civil, instancia previa a la reunión con cancilleres durante los dos días siguientes), la presencia de referencias, discursos y grupos religiosos es un elemento impensado que continúa llamando la atención. Podemos escuchar declaraciones públicas iniciando en nombre de Dios, la mención de participación de iglesias de todas las expresiones, como también una visible presencia de grupos confesionales –especialmente cristianos- entre los más de 600 participantes, ocupando un lugar significativo, o al menos llamativo, entre los actores de sociedad civil. A pesar de la resistencia que aún mantienen algunos sectores, la visibilización religiosa ya ha dejado de ser un elemento propio del oscurantismo, visión que permanece en cierta opinión pública, para convertirse (y eso no es novedad) en una presencia determinante para muchas decisiones políticas a nivel nacional y regional.
De alguna manera, la representación religiosa en la OEA responde a la misma configuración de los actores de sociedad civil. Decir que este campo está tajantemente dividido en dos posiciones podría parecer simplista, pero es innegable identificar al menos dos tipos de estrategia presentes que, finalmente, terminan articulando dos sectores en disputa y tensión claramente reconocibles, más allá de la diversidad de temáticas, perspectivas, matices ideológicos y abordajes políticos que componen a cada uno. Por un lado, encontramos un conglomerado de voces que simbolizan distintas iniciativas de acción y representación, que se articulan en un conjunto de temas y discursos con un poder aglutinador en términos ideológicos y políticos: la “defensa de la vida” desde la concepción, el respaldo de la familia tradicional, la educación de la niñez como responsabilidad exclusiva de los padres y no del Estado, el no traspasamiento de organismos multilaterales sobre las soberanías nacionales (una apelación a cierto pragmatismo nacionalista para que las discusiones regionales no intervengan en las políticas públicas nacionales, ¡a pesar de que el reclamo se hace en la misma OEA!), entre otros elementos más ligados a lo que se conoce como “agenda valórica”. Esto último resulta, obviamente, en la oposición a ciertos proyectos de ley, relacionados generalmente a temáticas de género, sexualidad, educación e inclusión, como también a la defensa mancomunada de discursos y prácticas relacionadas con estas agendas, por parte de todos los grupos.
Por otro lado, hallamos un sector que posee una configuración similar, es decir, compuesta de una muy variada representatividad, pero desde grupos poblacionales y políticos muy distintos: movimientos feministas, grupos afro, comunidad LGBTIQ, grupos indígenas, sectores de defensa de derechos humanos, entre otros. Este grupo no posee una agenda de demandas en común (ya que cada sector expone las problemáticas y necesidades particulares que les concierne), aunque se puede identificar cierto consenso en torno a algunos mínimos políticos, a saber, la visibilización de minorías, el reclamo al Estado por contextos de inclusión y atención de sectores vulnerados, y una retórica fuertemente ligada a la defensa de los derechos humanos.
En resumen, ambos sectores poseen una escala valórica, ya que serán distintos, pero son valores al fin (aquí el gran error de equiparar “valores” con demandas morales particulares, lo que ha llevado –erróneamente, a mi juicio- a identificar el término sólo con uno de los bandos) Pero la estrategia de ambos sectores es distinta: mientras el primer grupo apela a la defensa irrestricta de un conjunto de posicionamientos morales específicos para circunscribir y operativizar la práctica e institucionalidad políticas (y de esta manera, clausurar todo posible debate sobre lo público desde otros tipos de orientación), el segundo se focaliza más en la necesidad de diversificar tanto cosmovisional como institucionalmente lo público –en clave de derechos humanos-, con el objetivo de construir una política inclusiva y más plural. En este sentido, el valor de la familia, de la sexualidad, de la vida, no dejan de ser principios; simplemente, se hace un llamado a la inclusión de otras perspectivas para abordar cada uno de estos campos, lo que a su vez significa la aceptación de más grupos y visiones que conviven en nuestras sociedades.
De la misma manera, encontramos voces religiosas presentes en cada uno de estas amplias y complejas facciones. De uno, vemos grupos evangélicos y católicos que conformaron coaliciones propias o que acompañan a otras agrupaciones, defendiendo un discurso muy alineado con la agenda denominada “pro vida”, como la Coalición Vida y Familia o la Coalición del Congreso Iberoamericano por la Vida y la Familia. Del otro, encontramos agentes como la Coalición Religiones, Creencias y Espiritualidades en Diálogo con Sociedad Civil, que articula reclamos de sectores que demandan por más derecho y más inclusión, en consonancia con agrupaciones feministas, LGBTIQ, entre otras.
La actuación de estos colectivos religiosos acompañó el espíritu general de todo el diálogo, aunque dicha presencia no deja de llamar la atención, al ser una voz resistida dentro del complejo mundo de la sociedad civil (y en algunos casos, ¡con mucha razón!). La presencia de conjuntos evangélicos fue importante, pero su presencia tampoco representó un acto de impronta épica, tal como lo ostentaron algunos titulares periodísticos (obviamente de portales cristianos y federaciones eclesiales), que aludían a la actuación evangélica en la OEA como un factor homérico, un “gran triunfo”, una “jornada histórica”, que dejó perplejos a los cancilleres y hasta fue determinante para la Asamblea. Lejos de ello, estas expresiones fueron un actor más entre muchas otras voces dentro del diálogo. Que su presencia sea novedosa o presente una creciente visibilización, no significa que hayan tenido un rol protagónico. Ponderar de esta manera su actuación, no es más que el muy extendido resabio mesiánico presente en ciertos grupos que “por ser muchos” (como remiten en algunos slogans de campaña), creen ser la mayoría, y por ello sentirse con el derecho de pasar por encima o subestimar de la legitimidad del otro/a.
Inclusive podríamos reprochar varias actitudes muy cuestionables en términos democráticos que ejercieron estos sectores. Por ejemplo, a través de las redes sociales comenzaron a divulgar una serie de supuestos hechos de discriminación y persecución, que nunca existieron. Como está de moda, hicieron política a través de fake news. Denunciaron que la OEA había bajado de su sitio web las ponencias “de perspectiva pro vida”, cuando eso nunca sucedió: todas las presentaciones estuvieron (y están) en el mismo lugar, es decir, el sitio del organismo.
También comenzaron a denunciar que no dejaban entrar dentro de las reuniones del Comité Permanente a grupos religiosos “por ser pro vida” o “por ser evangélicos”, cuando en realidad la dificultad la vivieron casi todas las organizaciones, ya que habían sólo 23 puestos disponibles para sociedad civil (los cuales se ocupaban por orden de llegada, previa inscripción por parte de las Coaliciones oficiales), entre las cientos de organizaciones que se hicieron presente. Este hecho fue denunciado por algunas coaliciones y organismos de sociedad civil, las cuales se vieron afectadas por este problema, cuyo origen fue entre desorganización y mal entendidos entre OEA y Colombia. Pero nada sucedió como lo expuesto por varios grupos evangélicos, que evidentemente aprovecharon el suceso para victimizarse (y lo que es peor, mentir al respecto), como si se tratara de una acción premeditada de tinte discriminatorio sólo contra ellos.
A partir de hechos como éste, sectores que dicen representar a voces evangélicas (en nombre de los “valores”) siguen mostrando que sus acciones dejan bastante qué desear en términos de ejercicio democrático y acción en instancias públicas. La inexistencia total de hechos de violencia y conflictos entre las coaliciones (¡un gran logro para el diálogo de la sociedad civil en la OEA!), parece que no les dio otra chance que inventar algún suceso para arremeter –hasta con la cobarde actitud, en algunos casos, de utilizar de manera difamatoria nombres y apellidos – contra sus adversarios, en lugar de aceptar ser parte de un espacio de diálogo y encuentro, donde el juego político consiste en argumentar, intercambiar, discutir y trabajar articuladamente, tal como sí lo mostraron una mayoría de grupos y coaliciones presentes, de todas los espectros y visiones.
De aquí la importancia de enfatizar que la presencia religiosa en la OEA no es unívoca ni homogénea. Existen distintas perspectivas presentes, organizadas en coaliciones o trabajando de manera conjunta entre los distintos esfuerzos de sociedad civil dentro del organismo. La relevancia política que esta presencia pueda tener se sostiene, precisamente, en cómo alimenta la riqueza que posee el ejercicio del diálogo político y democrático que nace de la tensión inherente en la pluralidad tanto del campo religioso como de la sociedad civil. Los intentos de anular, silenciar, esconder o hasta denunciar tal diversidad, no es más que un acto anti-político y anti-democrático. Existe una gran responsabilidad en ser actores que faciliten este ejercicio, más allá de las perspectivas antagónicas que puedan existir. Lo más fundamental no reside en la existencia de tensiones (al contrario, ello es positivo) sino en aprender a incidir como religiones en espacios donde la voz de las creencias son cada vez más notorias. Aprovechar esa instancia para aportar al respeto y la democracia, dependerá de la forma en que estemos dispuestos como sectores políticos religiosos a llevar estos intercambios. La mentira, la victimización y la consagración mesiánica que esgrimieron algunos grupos evangélicos, va en un camino totalmente contrario a ello. Su proclamación de ser “sal y luz” cae en saco roto.
Tal vez, como dijo un destacado representante de la sociedad civil en la OEA, el punto se encuentre en que lo religioso asuma su rol histórico de agente pacificador, a pesar (¡o a partir!) de las diferencias que lo atraviesa.