Por Nicolás Panotto
Ponencia en el panel “Estado laico e iglesias en la coyuntura mexicana actual” – Ciudad de México – 11 de abril, 2019
Recientemente se publicó un artículo periodístico titulado El pastor favorito, del sociólogo mexicano Raúl Trejo. El escrito trata de varios temas concernientes a la vinculación del recientemente elegido presidente López Obrador y el pastor Arturo Farela Gutiérrez, presidente de la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas Evangélicas de México, especialmente de los crecientes vínculos, no sólo entre estos dos personajes sino también entre el campo evangélico en general y el gobierno. El tema más espinoso del escrito remite al debate sobre la apertura de radios evangélicas, lo cual está causando algunas discusiones en torno a la libertad de expresión, los posibles usos proselitistas y políticos de los grupos evangélicos y la violación el Estado laico (recordemos, en este contexto, que la iglesia católica sí posee radios propias en todo el país…)
Pero lo que llama especial atención de este artículo es el primer párrafo. Cito:
El liberalismo mexicano estableció la separación entre Iglesia y Estado. La religión, que es asunto de cada persona, no se lleva con las cuestiones públicas que competen a la sociedad. La democracia requiere de un espacio público abierto a la circulación y la confrontación de las más variadas ideas. Por eso es necesario que la discusión pública no esté restringida por convicciones religiosas. Las posturas amparadas en la religión no están sujetas a discusión porque se encuentran ancladas en dogmas.
Dicha sección sintetiza las principales perspectivas de una visión liberal de lo religioso, que podríamos decir no sólo permea al liberalismo puro sino buena parte del pensamiento político contemporáneo, incluyendo algunas líneas progresistas. Me gustaría debatir y problematizar los presupuestos de fondo sintetizados aquí en estas oraciones.
1. Lo privado y lo público, otra vez
La religión, que es asunto de cada persona, no se lleva con las cuestiones públicas que competen a la sociedad.
La idea de que la religión es algo que se vive en la vida privada, responde a la típica perspectiva liberal que hunde sus raíces en la evocación de las cosmovisiones laicistas post Revolución Francesa, como también a la conformación de los Estados-nación desde la Paz de Westfalia. Responde, como ya sabemos, a una reacción a la tutela eclesial y teológica sobre las libertades, conciencias y relaciones humanas, ideas muy propias del pensamiento emancipatorio moderno.
Aquí dos elementos a resaltar. Primero, esta expresión refleja un reduccionismo en la propia lectura de la realidad. ¿Por qué seguir insistiendo en que lo religioso tiene solamente una incidencia en el campo de la vida privada, cuando los fenómenos sociales muestran absolutamente lo contrario, más aún teniendo en cuenta, por ejemplo, el fenómeno de pluralización del campo religioso en las últimas décadas? ¿Acaso no deberíamos revisar esa lectura y dejar naturalizarla desde una mirada abstracta que nada tiene que ver con los rumbos dentro de la sociedad? Si la religión sigue cobrando lugar público, ¿se debe simplemente a un factor coyuntural o, más bien, a que lo religioso se presenta como una matriz de organización social y de construcción de sentido político?
Inclusive los conceptos de secularización o pos-secularización, tan comunes dentro de la academia y espacios de reflexión política liberal, responden muchas veces a debates de otras épocas y lugares, especialmente Europa. En América Latina el término “secularización” queda muy corto para comprender la histórica presencia de lo religioso en las sociedades y matrices políticas regionales.
Segundo, esta visión también pone en discusión las implicancias de la división entre lo privado y lo público. Sabemos que esta distinción tiene sus raigambres en un contexto moderno y el intento de delimitar campos de dominio social, donde lo público se estableció como el espacio atribuido al reconocimiento de lo común de un grupo social, con un conjunto de institucionalidades que administran lo público y donde también se establece una “clase política”. Lo privado, en cambio, es el campo de lo familiar, la sexualidad, lo íntimo, donde también se establece una fuerte clasificación, especialmente en términos de género, ya que lo privado no sólo es el ámbito de lo íntimo sino también de las distinciones entre hombre-mujer, adultos-niños/as, etc.
Como sugiere Richard Sennet en su obra El hombre público, el campo de lo privado, especialmente desde el siglo XVII, fue un ámbito que se dejó bajo la tutela de la iglesia, donde se potenció el concepto de la familia como un espacio de resguardo moral frente a las “perversiones” del espacio público, con todas las distinciones teológicas que esto conlleva: apartarse del mundo, radicalizar moralinas conservadoras, etc.
Ahora bien, si analizamos un poco más de fondo las lógicas de esta separación, en realidad nunca se distinguió entre un espacio político de otro no-político, sino la manera en que se ha establecido la distinción entre lo privado y lo público es en realidad la delimitación de dos formas de abordar lo propiamente político en las sociedades modernas. Esto ya lo ha dicho el feminismo hace mucho tiempo: lo privado es político. Desde esta lógica, ¿no cabría decir lo mismo para la religión, como supuesta esfera de “lo privado”? Más aún, ¿no conviene hacer una distinción entre lo público, lo privado y lo personal, como una manera de complejizar lo que son los marcos de referencia política y los modos de acción subjetiva?
Lo privado, entonces, es una dimensión que posee, en tanto marco de sentido, un conjunto de cosmovisiones y prácticas –sobre los sujetos, las relaciones, los cuerpos, las prácticas sociales, las sociedades-, y por ende imprime una dimensión política, ya que se establece como un marco de sentido. Comprendida como agenda política, se contrapone a “lo público” como una instancia que, aunque presenta caracterizaciones políticas similares, posee un conjunto de actores y valores distintivos, especialmente en términos de mecanismos de institucinalización.
Esto se hace patente hoy en la acción política de muchos grupos religiosos desde la bandera de la defensa de una agenda valórica. La familia tradicional, la sexualidad, entre otros campos, son instancias que responden a lo definido como “privado”, que ahora –aunque siempre lo ha hecho- emerge como significante de disputa hegemónica dentro del espacio público. Y esto hay que entenderlo en su profundidad trans-histórica: no estamos hablando de una “política de la reacción” por parte de grupos religiosos, sino de la evocación de un marco cuya raíz se hunde en extensos y complejos procesos genealógicos e identitarios.
En resumen, ¿no existe, entonces, una mirada ingenua, al menos en términos políticos, de la distinción liberal entre lo privado y lo público? ¿No es acaso, como dice José Casanova, un intento de des-politizar lo religioso –así como des-politizar “lo privado”-, con el objetivo de legitimar un tipo de agenda, de abordaje y de institucionalidad de lo político y lo público, pero que al final termina ocultando la complejidad de los tipos de acción social, especialmente de las religiones?
2. Democracia y religión
La democracia requiere de un espacio público abierto a la circulación y la confrontación de las más variadas ideas. Por eso es necesario que la discusión pública no esté restringida por convicciones religiosas.
Esto me recordó al famoso debate entre Charles Taylor y Jürguen Habermas, donde este último reconoce el valor de lo religioso en el espacio público, siempre y cuando se respeten los necesarios “mecanismos de traductibilidad” sobre los discursos religiosos, según las matrices estipuladas por la “razón pública”. Charles Taylor, quien reacciona frente al uso de estas dos categorías, afirma que este abordaje puede llevar finalmente a no reconocer la particularidad identitaria y legitimidad del lugar social de las expresiones religiosas, y con ello su válida participación dentro del espacio público. En sus palabras: “La discusión no es religión si, religión no, sino qué hace el Estado con la pluralidad”.
Y agregaría: la discusión no es religión sí, religión no, sino qué perspectiva religiosa, qué discurso particular y qué tipo de intervención en lo público.
Esto también recuera al debate dentro del liberalismo político con respecto a su concepto de pluralidad, el cual por momentos se vuelve bastante restringido y naife. Alessandro Ferrara lo llama “monopluralismo liberal”, y cito:
Muchas de las variedades de liberalismo perfeccionista o comprehensivo incurren en una peculiar contradicción performativa: parecen admitir el pluralismo en muchas áreas, excepto cuando se trata de las razones por las que el pluralismo debe ser aceptado; “monopluralismo liberal” es el nombre de esa mezcla de fundacionalismo pluralista, que en último término se reduce a la fundamentación de la tolerancia y a la autonomía individual.
La frase en cuestión de la nota periodística advierte cierto peligro: es verdad que la democracia y el espacio público deben caracterizarse por ser instancias de circulación de perspectivas, subjetividades y narrativas, por lo cual no puede haber ningún tipo de restricción, sea religiosa o de otro tipo. El problema es que en estos asuntos, lo religioso finalmente suele dejarse de lado como un agente legítimo dentro de esta circulación. Por ende, ¿de qué narrativas hablamos? ¿De todas o las establecidas por la “razón liberal”?
En resumen, el liberalismo habla de pluralismo, pero se restringe la visión religiosa en términos institucionales, sin reconocerlo como una matriz identitaria sumamente plural, asumida también por una heterogeneidad de actores.
Aquí, precisamente, el tercer elemento debatible de este párrafo, conectado a lo anterior:
3. Compresión de lo religioso
Las posturas amparadas en la religión no están sujetas a discusión porque se encuentran ancladas en dogmas.
Esta expresión muestra el típico reduccionismo cristiano-céntrico (a su vez prejuicioso y superficial) sobre la definición de lo religioso presente en el pensamiento liberal. La idea de que las religiones son posicionamientos homogéneos y herméticos, que siguen al pie de la letra una interpretación única de sus proposiciones (que no necesariamente son dogmas) Es la típica caracterización moderna y occidental sobre lo religioso, entendido como una categoría clasificatoria clausurada e inamovible.
Por el contrario, las religiones son instancias sumamente heterogéneas, no sólo si hablamos del “campo religioso” sino hacia dentro de las propias expresiones religiosas particulares, en su vasta extensión. Los dogmas, marcos doctrinales o principios teológicos, son elementos dados a procesos hermenéuticos, que siempre llevan a conflictos interpretativos, lo que hace que las voces hacia dentro de cada perspectiva sean sumamente variadas.
El fenómeno religioso como fenómeno social es una instancia de circulación de narrativas, subjetividades y lecturas, lo cual da lugar a innumerables reapropiaciones y abordajes. El panorama se complejiza mucho más si nos adentramos a la categoría de sujeto o identidades creyentes, donde las fronteras son mucho más porosas y maleables en términos de delimitación institucional. Como afirma el antropólogo Alejandro Frigerio, hay que entender la “identidad religiosa” como procesos de identificación, donde convergen en una unidad maleable la identidad personal del individuo, sus identidades sociales y la identidad colectiva propuesta por el grupo, como elementos en tensión y redefinición constante.
De aquí, se hace imposible hablar de manera tan categórica de la categoría de lo religioso y sus innumerables vivencias, menos aún como un marco de sentido anclado en un dogma. El problema reside en que esta lectura reduccionista, nos lleva también a abordajes igualmente ingenuos sobre la relación de este campo con lo público.
4. Conclusiones: profundizar los análisis religiosos para una más efectiva lectura y estrategia políticas
En lo personal, puedo estar de acuerdo con muchos de los temores que emana el trasfondo de este artículo: el peligro de que el Estado termine priorizando una voz religiosa, que asuma posiciones morales particulares en términos de políticas públicas, que se legitimen o prioricen voces neo-conservadoras, entre otros elementos. Pero, paradójicamente, considero que la manera en que esta nota aborda lo religioso es precisamente causante o legitimador de esos mismos fenómenos.
En otros términos, me preocupa el impacto político de los reduccionismos en la comprensión de lo religioso, especialmente desde perspectivas críticas, sean liberales o progresistas. De aquí que creo importante reflexionar sobre las siguientes ideas:
- Primero, complejizar las definiciones de lo religioso, inclusive desde espacios de incidencia pública, permite construir y promover narrativas que compitan hegemonía de sentido, especialmente frente a las voces institucionales monopólicas del campo religioso, que son las más presentes en los medios de comunicación, y son ávidas al lobby político y a la articulación con fuerzas gubernamentales. En otras palabras, dar cuenta de la pluralidad del mundo de las creencias y espiritualidades, inclusive de las incontables reapropiaciones de las principales religiones, nos permitirá cuestionar las narrativas hegemónicas de lo religioso dentro de los imaginarios sociales y políticos, inclusive las facilitas lecturas maniqueas, que finalmente servirán de marco de legitimación de agendas más extensas. Seguir excluyendo lo religioso a lo privado (o a la misma nada), no es estratégico ni realista en términos socio-políticos, y hasta podríamos decir que vulnera cierta sensibilidad democrática. Por ello, hay que tomar lo religioso como una instancia plural y heterogénea, que permita competir hegemonías con las voces institucionales establecidas.
- Segundo, necesitamos redefinir nuestra noción de laicidad, desde una impronta liberal abstracta hacia una política de las identidades o del reconocimiento, que de cuenta de la heterogeneidad del campo. Existe una extendida confusión entre lo que significa la separación entre Estado e iglesia –y todos los válidos debates al respecto-, y la importancia del lugar público de las expresiones religiosas como modos de construir sentidos sociales, lo cual también requiere de un abordaje político, junto a todos sus actores. En este último sentido, lo religioso debe y puede ser aceptado como un interlocutor –junto a muchas otras voces que forman parte de la sociedad civil- en asuntos públicos, junto a aquellas que respetan, apoyan y militan por agendas en derechos humanos o políticas públicas inclusivas. Lo religioso no es correlato de neoconservadurismo ni de agenda moral, más allá de que sean perspectivas mayoritarias y que, en un espíritu democrático, también tienen todo el derecho de expresarse y competir hegemónicamente en el espacio público, así como lo hacen otros sectores políticos y de la sociedad civil. Pero debemos destacar que existen también incontables reapropiaciones y miradas desde diversos flancos, que podrían actuar como agentes con los cuales articular la promoción de los derechos humanos, la inclusión y la diversidad desde una perspectiva religiosa, y así, a su vez, dar cuenta frente a la sociedad de los sentidos-otros con respecto a temas políticos desde la fe, y donde lo religioso no signifique ni imposición neoconservadora ni tampoco una guerra entre dos universos únicos. Comprender la diversidad del campo religioso, significa promover un espacio democrático de disputa de sentido existencial desde las innumerables apropiaciones que residen y conviven en su seno.
En resumen, considero que el problema no es lo religioso en sí, sino porqué ciertas voces son las que terminan cobrando mayor visibilidad pública, y con ello influencia política. Un país tan “laico” como México, por ejemplo, no puede desprenderse de la influencia de la iglesia católica y su jerarquía. Pero ahora, la pregunta es porqué ciertas voces evangélicas son las que cobran poder, y no otras. ¿No habrá un juego, en todo caso, de doble vía, donde estas voces actúan como un marco de legitimidad moral, y de agendas propias de los espacios políticos?
En definitiva, lo que me preocupa en este contexto es la estrategia política. La insistencia sobre visiones excluyentes de lo religioso –que quieren desmarcarla del debate público, ubicándola en el ámbito de lo privado-, son miradas que seguirán provocando el rechazo y la resistencia social, donde la dimensión de lo religioso es elemental en la construcción de sentidos. Pero además, no se crearán prácticas alternativas de resistencia y competencia hegemónica. Por ello, necesitamos un sentido de laicidad que nos permita ver el campo religioso en su diversidad, y desde allí en sus muchas posibilidades de articulación, para aportar a un debate plural y heterogéneo desde una perspectiva también de fe –junto a otras miradas y posiciones subjetivas- dentro de la arena pública.