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Por Melisa R. Sánchez 

“Mi cuerpo es y no es mío. 

Desde el principio es dado al mundo de los otros, lleva su impronta, es formado en el crisol de la vida social”

 (Butler, 2006 p. 41).

Claudia es una mujer de alrededor de 50 años que pertenece a una tercera generación de HL (Hermanos Libres) en Córdoba, con quien surgió el tema de la mantilla (velo) durante la entrevista. Ella comentó que ya no la usa, que en su juventud se usaba más, pero que hacía ya un tiempo que su iglesia no se usaba. Cuando indagué desde cuándo no se usa, Claudia hizo una expresión corporal con la mano y la mirada hacia atrás, como quien expresa que hay que remontarse a mucho tiempo atrás: ¡Uf! Hace como cinco años que ya no se usa. Su respuesta me sorprendió, ya que por su expresión esperaba un período de tiempo mayor, considerando también que en otras iglesias este tema se debate desde la década de 1980. Le pregunté cómo fue el proceso para decidir eso en su congregación, a lo que dijo —con cara de desconcierto—: No sé, simplemente empezamos a dejar de usarla, y nadie dijo nada. Continuando con su relato, Claudia recordó un evento reciente, cuando su hija junto a otras jovencitas se iban a bautizar. En esa ocasión le preguntó a Bety, su amiga y esposa de uno de los líderes cuya hija también se bautizaba, qué iban a hacer con los regalos de las bautizadas. Tradicionalmente a las mujeres que se bautizan se les regala una mantilla, sin embargo, su amiga respondió: Y, no gastemos plata al vicio… haciendo alusión a que las mantillas no serían utilizadas por las jovencitas, y Claudia celebró la practicidad de la decisión. 

El relato de Claudia nos invita a conocer y comprender las normas de género para las mujeres en el contexto evangélico de los hermanos libres. 

El espacio de la iglesia como espacio social conlleva una exposición corporal, y consecuentemente, el reconocimiento de pertenencia al grupo. La filósofa Judith Butler en su libro Cuerpos que importan (2002) propone pensar las normas de género como performativas, es decir como un conjunto de actuaciones que se producen y se reconfiguran en cada reiteración. Al mismo tiempo, las normas de género se conforman de manera relacional, es decir, en la interacción con otras personas, de manera situada en un tiempo y un espacio determinado que les da sentido. En este caso, lo pensamos en relación a las normas religiosas que hacen a los géneros. Los cuerpos son esa materialidad desde la que se producen las interacciones, con sus relaciones de poder y resistencias. Como en el relato de Claudia, los corrimientos de las normas se erigen en y desde los cuerpos. Transcurre entre negociaciones individuales y colectivas, que no son absolutamente racionales o premeditadas, pero tampoco tiene carácter no-conscientes o no-razonadas. Del “simplemente dejamos de usarla” a la decisión “práctica” de no comprar más mantillas para entregar a las jovencitas en sus bautismos, hay un trayecto que ha ido sedimentando y madurando en la comprensión de las normas religiosas de género por parte de las mismas mujeres que las encarnan. Se trata de una revisión interpretativa implícita, mas inteligible en y desde los cuerpos. La hija de Claudia sería una de las generaciones de ese espacio religioso que no recibe una mantilla como símbolo de sumisión a Cristo. Esto no significa que dejen de lado ese principio, sino que se encarnará en otros gestos y símbolos. 

Esta mirada de las normas religiosas de género y sus transformaciones, es una invitación para comprender a las mujeres evangélicas como agentes activas en la producción de las normas que habitan cotidianamente, en las que, al mismo tiempo, se producen a sí mismas. 

Esta condición de agentes habla de la posibilidad de autodeterminación y de autonomía interpretativa de las normas religiosas de género, así como de la transformación de las mismas en esa cotidianidad. Estas transformaciones son sutiles corrimientos que pasan a formar parte genealógica del ser-mujer-evangélica. De ese modo, amplían y enriquecen los sedimentos que se acumulan y transmiten desde los cuerpos de las mujeres a otras mujeres y personas que habitan ese espacio social. 

Cauces y Reverberaciones

Claudia preguntó a su amiga sobre el regalo de las bautizadas. Una inquietud individual que se pone en palabras, se hace colectiva y pone en movimiento tradiciones, silencios, incomodidades, interpretaciones, objetos sagrados, normas. Cuando las mujeres evangélicas se permiten la pregunta, aparecen decisiones propositivas y creativas que las reafirman como mujeres creyentes desde una posición de autodeterminación.

Como el movimiento del oleaje que produce la corriente de un río —que en su repetición, moldea su cauce, su fondo, sus orillas—, las experiencias de las mujeres moldean las normas religiosas de género, corren los bordes y permean los marcos interpretativos de las normas de género. En este movimiento, al toparse con elementos en su trayecto, se reflejan, erosionan y modifican su entorno. Actuaciones como las de Claudia se producen estas reverberaciones a lo largo del tiempo y del espacio en el que acontecen: producen modificaciones en y desde el género, en y desde las normas religiosas de género. La experiencia singular de repensar y resemantizar los gestos que hacen su expresión religiosa tiene repercusión en el resto de la comunidad. 

Insisto aquí en la sutileza y en la cotidianidad de estos corrimientos de las normas. No necesariamente se producen “con bombos y platillos”, sino que implican una comprensión situada y singular para comprender la reverberancia de estos actos. Por eso es preciso volver a situar este análisis. Este acontecimiento emerge -y tiene sentido- en un espacio evangélico en el que predominan valores vinculados a la modestia y la mansedumbre. En esta denominación evangélica, no fomentan en su liturgia formas discursivas donde se eleva la voz con efusividad emocional ni fomentan instancias de discusión asamblearias. Por lo que, el hecho de que nadie diga nada —como narró Claudia— puede ser comprendido como parte de un modus operandis colectivo del que pudieron sacar provecho para producir cambios.

El dejar de usar la mantilla de manera sostenida y sacar provecho de ese silencio cómplice, de algún modo da cuenta de las maneras en que las mujeres hacen uso de esos espacios grises de las normas para producir desplazamientos en las normas. Puede que este acto perdure por más o menos tiempo; siempre será provisorio.

En todos los espacios sociales nos encontramos con normas que de algún modo configuran los géneros. ¿Qué es la autodeterminación sino el poder sacar provecho de estos intersticios para moldear nuestra forma de habitar las normas y hacernos a nosotras mismas?


La autora es Doctora en Estudios de Género por la Universidad Nacional de Córdoba (ARG) y Licenciada en Trabajo Social por la misma universidad. Actualmente becaria postdoctoral de CIJS- CONICET.

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