En el día de las mujeres reivindicamos y celebramos las diferencias entre nuestras religiones, creencias, espiritualidades, ritos y búsquedas de sentido como elementos enriquecedores de nuestra identidad y lucha
Durante marzo publicaremos una serie de artículos de mujeres alrededor del tema “Mujeres, Derechos Humanos y Religión”. Iniciamos hoy con una reflexión de Daniela Aceituno Silva, titulada “Derechos humanos, fe e iglesias: reflexión desde las mujeres”.
Por Daniela Aceituno Silva
El reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres, en todas las esferas y desde todas las dimensiones posibles, que apunte hacia un desarrollo integral de éstas, ha sido una preocupación que, de manera sostenida, ha estado presente tanto en la doctrina del derecho internacional de los derechos humanos, como también en las demandas de los movimientos de mujeres y feministas, que han cobrado notoria visibilidad en estos últimos años en Chile. Si miramos la generación de nuestras bisabuelas y abuelas y revisamos las prácticas culturales de la época, sus espacios de desarrollo humano, sus posibilidades educativas, sus grados de autonomía y decisión, entre otros, podremos, sin duda, afirmar que ha habido cambios sustanciales. Lo anterior, gracias a que, de manera gradual, hemos estado viviendo tiempos de desobediencias, de desnaturalización, de identificar y poner límites, de pensarnos de manera colectiva y sororal, de constituirnos en definitiva como sujetas de derechos, nosotras también.
Desde esta perspectiva, todos los espacios, han sido de una u otra manera remecidos, no siendo la excepción las comunidades de fe. Así, y de cara a la conmemoración de un nuevo día de las mujeres, surge la pregunta: ¿de qué manera o cómo, lascomunidades de fe, se posicionan frente a esta nueva cultura de derechos humanos?, ¿qué discernimientos sobre sus propias doctrinas y prácticas realizan? Y ¿quiénes están encarnando aquellas voces que intentan dar (algunas) respuestas si es que las hay?
Desde las teologías feministas se podría argumentar muy sólidamente la problematización de la matriz religiosa y de cómo ésta puede constituir espacios de opresión o de liberación para las mujeres.
Sin embargo, y pese a los desarrollos teóricos existentes, atender a la experiencia de y desde las mujeres, siempre resulta interesante, porque puede ayudar a ilustrar o a reflejar, desde la vivencia subjetiva, cuál es la real presencia que aportan las comunidades de fe en las que están insertas o con las que se han vinculado. Así, invité a un grupo de 17 mujeres, que se ubican entre los 25 y los 62 años, de diversas tradiciones cristianas, interreligiosas y ecuménicas, y que incluso en el caso de tres de ellas, se ubican fuera de Chile: en Argentina, Suiza e Inglaterra. Estas mujeres, tienen, además, la particularidad de tener o haber tenido una participación activa en las comunidades de fe y haber realizado algún proceso de deconstrucción desde la perspectiva de género y el (o los) feminismo(s) en relación con su seguimiento cristiano.
La pregunta que les pedí responder es: “desde tu experiencia y visión, ¿en qué sentido(s) la participación en una comunidad cristiana posibilita/obstaculiza el reconocimiento y ejercicio de derechos humanos de las mujeres (creyentes y no creyentes)?” Se trata de una pregunta compleja, pues incorpora varios elementos cuyas respuestas refirieron a vivencias propias, pero también a meta reflexiones. Implicó un ejercicio interesante y necesario, que le otorga un valor a esos discursos y a esos conocimientos que surgen desde los espacios formales, aunque también cotidianos.
La primera reflexión que nace desde las mujeres consultadas en relación a la pregunta, tiene que ver con que, el reconocimiento o no de derechos, va a depender de qué tipos de derechos estemos hablando. Es decir, habría ciertos derechos que obedecerían a consensos más o menos indiscutibles, pero que, sin embargo, colisionarían con el reconocimiento de derechos emergentes que responden a las violencias simbólicas que históricamente han experimentado las mujeres, como ejemplo, los derechos sexuales y reproductivos, la decisión y autonomía sobre sus cuerpos y vidas y los derechos de aquellas que adscriben a identidades y/u orientaciones de género no hetero normadas. Así, nos encontraríamos con comunidades silentes o cómplices ante formas de violencias menos visibles. Desde la voz de estas mujeres, algunas instituciones parecerían olvidar el espacio social y político que se habitan (que habitamos), desconectándose de los ideales de justicia. Como señala una de las entrevistadas, “el desafío es cómo corremos ese límite, cómo hablamos de los derechos en serio y no sólo de las mujeres si no que del ser humano completo”.
Por otro lado, se reconoce que los contextos han cambiado, pero no siempre, se habla de derechos propiamente tal. Según una de las mujeres entrevistadas, allí se divisa un desafío relacionado con la formación que permita deconstruir los mensajes que han sido dados, “que tenemos metidos bajo la piel”. En otros casos, hay instituciones eclesiales que consideran los derechos desde una posición asistencialista, lo que de alguna forma colabora con la idea de favores concedidos y no de garantías exigibles.
Una segunda reflexión, guarda relación con la naturaleza del proyecto eclesial y comunitario que está en la base de las comunidades. Para estas mujeres, el evangelio es un cambio de paradigma, una apuesta por los sectores oprimidos, postergados, ignorados, irrespetados, estando allí, las mujeres. No se puede generalizar que todas o que ninguna comunidad reconoce y promueve los derechos humanos de las mujeres. No se puede ser tajantes, ya que existen matices. En este sentido, espacios abiertos a las demandas del contexto, van a estar más disponibles para responder desde una lógica de derechos y de dignidad de las personas, como una experiencia de Dios y de lo sagrado. En espacios en los que se logra descubrir e interpretar las escrituras, con apego al proyecto reivindicador de Jesús hacia las mujeres, donde se puede hablar, debatir, donde hay un atrevimiento a romper con los roles de género asignados, donde se le da espacio a la igualdad y a la no discriminación e inclusión de todos y todas, es posible pensar que allí hay mayores y mejores posibilidades de reconocimiento de la ciudadanía de las mujeres tanto creyentes como no creyentes.
Un tercer elemento a destacar refiere a la visión que persiste y que guarda relación con la asignación de roles culturalmente asignados para mujeres y para varones. De alguna manera, hay comunidades que todavía limitan o restringen la participación y el valor de las mujeres a lo meramente doméstico, trasladando la casa a la iglesia. Desde esta perspectiva algunas comunidades no sólo reproducirían estos roles, sino que además los profundizarían. Así mujeres que han criado y han formado a sus hijos y nietos/as, lo siguen haciendo en las clases de escuela dominical, o mujeres que lavan platos y limpian sus casas, luego continuarían con esas tareas en sus respectivas comunidades. De esta manera, se (auto) perciben “útiles”, “tomadas en cuenta”, “necesarias”, “buenas”, cuando realmente se trataría de una imposición cultural que relega a las mujeres, por el sólo hecho de ser tales, que respondería más bien al deber, al sometimiento y la culpa. Al contrario, mujeres “reconocidas” serían aquellas que obedecen a prototipos de personas que adoptan ciertas “características masculinas”, relacionadas con el uso de un pensamiento racional, el hablar en un tono de voz fuerte, ser más o menos directivas, es decir con un “cierto carácter”.
En relación a este punto, y en algunos discursos, también se observa una cierta resistencia de parte de las mujeres que en a veces buscan el reconocimiento en igualdad de condiciones y la validación y valoración de sus aportes en las comunidades, lo que también podría resultar trabajoso y agotador para ellas ante la inminente presencia de conflictos con hombres que no están dispuestos a perder sus privilegios o a ceder.
En cuanto a la permeabilidad del patriarcado, como sistema dominante histórico, en los roles pastorales, en general, las mujeres consultadas sostienen una crítica respecto de las comunidades de fe, señalando que, aunque puede haber espacios que, por lo general, ellas valoran profundamente y muestran avances, estos son escasos, y usualmente tensionantes, donde se observan atisbos del patriarcado, expresados, por ejemplo, en la aceptación del liderazgo pastoral sólo desde lo masculino. Una de las mujeres consultadas, refirió a que incluso, existiría un patriarcalismo solidario que permite, mantiene y profundiza prácticas que ponen de relieve esta superioridad de lo masculino en relación a la presencia de las mujeres. Incluso, en denominaciones donde el pastorado femenino es reconocido y tiene un espacio de formación acreditado, persisten miembros/as de iglesias que no estarían de acuerdo con el reconocimiento de la labor pastoral en las mujeres, lo que se ve reflejado hasta en el lenguaje (verbal y no verbal) empleado. En esto, las mujeres, indican que la formación tanto para el liderazgo como para las propias mujeres, precisamente, en materia de derechos humanos, puede ser crucial y por qué no decirlo, salvífica.
Una cuarta reflexión tiene que ver con el ámbito desde el cual las mujeres participan en la comunidad de fe, pues de acuerdo a una de las entrevistadas, habría espacios de mayor y de menor reconocimiento. Desde la perspectiva de la pequeña comunidad de base, desarrollada y expandida a partir de los movimientos de los años ´80 y ´70, donde se comparte la vida, se reza o se ora, donde hay búsqueda de pistas para la acción, existirían mayores posibilidades de horizontalidad entre hombres y mujeres lo que permite dialogar, caminar juntos y juntas, a diferencia de lo que pasa en las comunidades más grandes o masivas, donde se experimenta el culto o celebración. Otra entrevistada afirma que el liderazgo se expresaría mayormente en espacios acotados o pequeños, y no en aquellos que permiten una posición de liderazgo o de mayor visibilidad. Si bien los espacios que mayormente estarían ocupando las mujeres, son abiertos a la participación, no serían centrales o vinculantes, pese a que numéricamente serían mayoría en las propias comunidades y en el país, por lo menos en el caso chileno. En definitiva, las mujeres “prestarían sus servicios a la iglesia”, pero aquello no necesariamente se traduciría en un ejercicio de derechos. Es más: según algunas de las consultadas, es complejo darse cuenta de cómo hay mujeres que asumen un rol en la mantención de las estructuras de poder y en los roles que les han sido asignados. Con todo, se trata de espacios que existen porque, de alguna manera, han tenido que ganárselos.
Como un quinto elemento a destacar, surge la interpretación que se hace de las escrituras como una fuente que ilumina la vida. Según las mujeres opinantes, cuando ésta se construye desde la literalidad y no es Cristo céntrica, corre serios riesgos de no sólo dejar de reconocer los derechos humanos de las mujeres, sino que además de acentuar y profundizar las violencias que se ejercen hacia ellas, por ejemplo, a través de las enseñanzas y consejerías, en las cuales se les enseñaría a acatar y estar en silencio. Una de las mujeres señaló de qué manera estas “orientaciones bíblicas” hacían retroceder e incluso dudar del proceso terapéutico a mujeres que han sido víctimas de violencia intrafamiliar.
En el ámbito de lo público, como dañinas y regresivas se calificaron las campañas de grupos “pro-vida” que, fundamentadas desde teologías estáticas y dogmáticas esencialistas, naturalizan la violencia hacia a las mujeres, excluyéndolas y obstaculizando sus derechos.
Pese a ello, se reconoce que la teología de la liberación en su momento y las hermenéuticas de la sospecha y la perspectiva de género en sí, además de los enfoques holísticos y ecofeministas, constituyen un aporte significativo cuando hay presencia de teologías patriarcales, androcéntricas, fijas y centradas en el poder masculino.
Una sexta línea argumental, refiere al poder transformador de las mujeres, quienes, pese a todas las barreras históricas que han debido enfrentar, han logrado asentar su participación y su propio espacio, poco a poco, porque han entendido que ellas también han sido creadas “a imagen y semejanza de Dios”. Así, en algunos espacios se pueden encontrar personas que están impulsando la libre conciencia, la libertad de opinión e interpretación y posibilidad de crecimiento personal y comunitario. Porque efectivamente, hay instancias donde las mujeres pueden ser totalmente sí mismas, y encuentran compañerismo y apoyo para expresar su voz y para protegerse unas a otras. Y en este devenir, nuevamente, han sido ellas las que han trabajado para que ello sea posible, y eso, como dijo una de las entrevistadas, hay que “visibilizarlo y agradecerlo”. Incluso, este poder transformador es de larga data, porque en décadas pasadas, al menos en Chile, quienes se organizaron y asistieron desde las propias comunidades de fe, han sido las madres de los/as detenidos/as desaparecidos/as y ejecutados/as, las mujeres que estaban sosteniendo las capillas, las parroquias, las ollas comunes, las asistentes sociales de la Vicaría de la Solidaridad. Y actualmente lo son las mujeres que realizan trabajos en la calle, en las cárceles, en los colegios, con poblaciones vulnerables, trabajos que podemos ver proyectado en el presente y que seguirá dando frutos en el nuevo momento histórico.
En definitiva, ante la pregunta central de este artículo que indaga en las posibilidades y obstaculizadores que ofrecen las comunidades de fe a efectos de otorgar reconocimiento a la dignidad y el ejercicio de derechos humanos de las mujeres, es posible concluir algunas cuestiones de manera sucinta. Primero, es interesante, visualizar que no hay una respuesta cerrada ante la pregunta y nos encontramos con diversas experiencias. Luego, es valorable reconocer en el contenido de las respuestas de las mujeres consultadas, un profundo sentido de crítica reflexiva, que debiera promoverse en diversas plataformas, mucho más visibles que este artículo. En tercer lugar, destaco la importancia que tiene preguntarse (tanto de manera individual como colectiva) si las comunidades de fe donde participan las mujeres hoy día ofrecen caminos de realización plena de la vida abundante y en definitiva de esos “cielos nuevos y tierra nueva”. Si el evangelio de Jesús apuesta por ello, la postura teológico-política y las prácticas eclesiales y culturales no pueden dar lugar a vacilaciones ni a discordancias.
Por otra parte, la pregunta es relevante en el sentido de que las iglesias están inmersas en las sociedades y quienes las constituyen son personas y familias que se enfrentan a la realidad con todo lo que ello trae. Así los espacios comunitarios vinculados a la fe, no pueden contribuir a desconocer, invisibilizar, ni mucho menos justificar y profundizar las problemáticas, en este caso, de género, que involucran las relaciones humanas y que pone especialmente a las mujeres y a las niñas en una posición de desventaja. Vinculado a lo anterior, y en cuarto lugar, la formación teológica que promueva el poder liberador y emancipatorio del proyecto de Jesús para la vida de las personas (y no sólo para las mujeres), va a generar, sin duda, prácticas más o menos respetuosas de la diversidad humana. También va a ser muy importante, que las comunidades tengan conocimientos mínimos en materia de derechos humanos para saber qué son, cuáles son, a quiénes se les reconoce y exige y por qué son relevantes.
Lo clave de contar con estas herramientas, reside en la democratización del conocimiento que debiera permear a toda la comunidad y no sólo al liderazgo para garantizar de esa manera un balance de fuerzas y un control social al interior de las comunidades. Otra cuestión que me parece destacable, tiene que ver, con esta especie de doble estándar que reside en algunas comunidades, dispuestas a defender algunos derechos (menos conflictivos) y no otros (más problemáticos o complejos) quizás en aras de su libertad religiosa. Si bien ya señalé que hay matices, lo cierto es que se defienden y se promueven los derechos humanos en su conjunto o no. Obviar algunos, contradice el principio de interdependencia de los mismos, así como también su universalidad en todo tiempo y lugar y para todos y todas sin discriminación. El desafío aquí entonces, es de qué manera, se generan procesos de diálogo y de comprensión, desde lo teológico, de estas “tensiones” asumiendo los costos que ello implica.
Un aspecto que me preocupa de sobremanera es que algunas iglesias estén contribuyendo a la revictimización de los procesos de sanación de las mujeres que se enfrentan a las múltiples violencias. Creo que aquí se debe tener especial cuidado sobre todo en un país como Chile, en el que la violencia en el pololeo y los casos de femicidio no cesan y al contrario, van en aumento.
También me parece importante el matiz que aportan las entrevistadas sobre las diversas esferas de incidencia que se dan al interior de las iglesias, siendo precisamente las vinculadas con la pequeña comunidad aquellos espacios de mayor desarrollo y retroalimentación significativa que tienen las mujeres, que debieran ser espacios considerados como centrales pues ahí se gesta la vida y se establecen lazos de colaboración y solidaridad mutua, que finalmente posibilitan el constituirse como comunidad a lo largo del tiempo.
Finalmente, en base a todo lo ya señalado me pregunto si hoy día efectivamente las comunidades de fe ofrecen espacios de reconocimiento de derechos para las mujeres, o bien, son las mujeres, las que mayormente han sostenido estos esfuerzos. Con todo, es también derecho de las propias mujeres, hacerse parte de instancias donde su espiritualidad pueda ser contenida y desarrollada, y a la vez, que tengan las posibilidades de cuestionar si las comunidades donde actualmente participan contribuyen o no a esa vida plena que el evangelio les pregona y en consecuencia, tomar sus propias decisiones sin culpa y en libertad en el espíritu de su propia fe.
—
**Las mujeres, que hicieron posible este artículo, a quienes agradezco profundamente, y que, de manera solidaria, compartieron sus experiencias son: Desde Chile, Pilar Bravo Pemjean, (católica, laica dominica), Izani Bruch (luterana), Cecilia Castillo Nanjarí (De raíz pentecostal, ecuménica por vocación e interreligiosa por convicción), Claudia Gómez Castillo, (evangélica, Asambleas de Dios), Ruth Lizana Ibaceta (católica), María Inés López Peña, católica), Belén Marín Quero (bautista), Pilar Medina Medina (bautista), Doris Muñoz Vallejos (católica), Karina Ojeda Nauco (evangélica, Alianza Cristiana y Misionera), Inés Pérez Cordero, ex católica, seguidora de Jesús), Alejandra Riveros Martínez (de formación bautista y con participación en espacios pentecostales), Verónica Vargas Bravo, ex católica, explorando espacios de espiritualidad en libertad) y Arianne van Andel (protestante y ecuménica).
Desde el extranjero; agradezco las reflexiones de Claudia Florentín Mayer (evangélica, desde Argentina), Josefina Hurtado Neira (ecuménica, perteneciente a varias comunidades, desde Suiza) y Soledad Del Villar Tagle (católica, desde Inglaterra) **.