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Por Nicolás Panotto

La muerte de Francisco representó un gran impacto a nivel global. Su figura se había transformado en una referencia en muchos niveles, incluso para sus detractores. Logró importantes innovaciones a nivel interno de la iglesia, confrontó el flagelo de los abusos sexuales, habilitó un proceso de sinodalidad (es decir, un proyecto de diálogo desde las bases hacia la cúspide de la estructura para discernir los cambios necesarios de la iglesia frente al mundo), se atrevió a adentrarse a temas sensibles (como el necesario cambio en el rol de la mujer en la iglesia o la realidad de la diversidad sexual y su relación con la fe cristiana y el ministerio ordenado), se ubicó como un actor fundamental en el marco de distintas disputas geopolíticas, entre varios elementos más que podríamos mencionar.

Francisco abrió puertas que hasta hace unas décadas se creían intocables, especialmente considerando el legado de Juan Pablo II y Benedicto XVI, cuyas trayectorias se caracterizaron —con matices— por una defensa firme del tradicionalismo, el cristiano-centrismo y la hegemonía institucional católica. La era de Francisco, en cambio, será recordada como un papado de apertura, sensibilidad social, inclusión y de insubordinación frente al anquilosamiento de ciertas prácticas institucionales que de afuera pueden parecer superficiales, pero vistas desde dentro, involucran gestos de gran relevancia política.

Sin embargo, personalmente no considero que Francisco haya sido un revolucionario o un reformador. Prefiero definirlo como un símbolo cargado de gestos políticos importantes en los márgenes de los procesos institucionales y discursos eclesiales. Aunque no logró grandes transformaciones a nivel de la superestructura, sus acciones fueron clave para abrir procesos de cambio en la iglesia y la religión cristiana católica, especialmente en términos de su relación con el resto del mundo y su proyección para el futuro. ¿Por qué afirmo esto? Las encíclicas de Francisco, algunos de los documentos institucionales emitidos, los espacios de diálogo impulsados por él, así como ciertas movidas estructurales internas a la iglesia, aunque fundamentales y revisionistas, no lograron desarmar algunos andamiajes ancestrales. Estos continúan siendo objeto de reclamo por parte de muchos de los 1.400 millones de fieles católicos.

Un perfil de León XIV

En este contexto, surge la pregunta inevitable: ¿cómo se posiciona León XIV frente al legado de Francisco? Sobre su perfil, ya mucho se ha hablado. De origen norteamericano, con “alma” latinoamericana después de décadas de trabajo en Perú. Sus colegas norteamericanos afirman que es “más del sur que de aquí”. Muy cercano a contextos populares y comprometido con la justicia social, Prevost se enfrentó a grupos ultra-conservadores en Perú, mantuvo diálogo con figuras de la teología de la liberación local y cuestionó firmemente las políticas migratorias de Donald Trump. Su discurso refleja una relación con la retórica social de Francisco, aunque ha sido más cauto y por momentos más conservador en ciertos temas, especialmente relacionados con el campo moral. Aun así, es conocido como un hombre de confianza y cercanía con Francisco.

Primeras señales de su pontificado

El contenido de su primer discurso ante el Colegio Cardenalicio, el pasado 10 de mayo, ofrece algunas pistas iniciales sobre su perfil como papa. Comenzó afirmando la importancia del legado de Francisco, al que hizo referencia reiteradamente. Dejó clara su alineación con el Concilio Vaticano II, en particular con la constitución pastoral Gaudium et Spes, que trata sobre el rol de la Iglesia en el mundo. Reiteró su apuesta por la paz —como ya lo había hecho en la plaza de San Pedro al asumir— y subrayó la importancia de la sinodalidad, lo cual parece ser el eje político más importante de su vínculo con el papado anterior. Finalmente, también confirma las razones de su elección por el nombre de León XIV: la relación de León XIII a fines del siglo XIX con la Doctrina Social de la Iglesia frente a la revolución industrial. En este punto, sorprendió al afirmar que vivimos una “segunda revolución industrial”, donde la inteligencia artificial ocupa un rol central.

En conclusión, podríamos decir que, hasta el momento, no ha habido ningún gesto llamativo en términos novedosos o de avance. Por el contrario, ya lanzó algunos dichos que demarcan posiciones tradicionales, como la declaración sobre la visión heteronormativa de familia y “la dignidad de los no nacidos”, temas que claramente confrontan toda visión inclusiva o progresista en temas morales y derechos sexuales y reproductivos. Al mismo tiempo ha habido una utilización muy cuidadosa de sus palabras (no por nada, según se sabe, una de las primeras reformas que busca profundizar es la secretaría de comunicación vaticana), evocando con fuerza la tradición y —como dijo en otro discurso— llamando a la importancia de la evangelización y la afirmación de la fe en un mundo atravesado por el peligro de la “secularización”, palabras que muestran moderación, tradición y afirmación a la pertenencia identitaria institucional.

Interrogantes y proyecciones

Cabe decir que cualquier evaluación en este momento contiene un alto grado de especulación. Han pasado apenas unas semanas desde su asunción, y hasta hace poco su figura era prácticamente desconocida para el público general. Aún estamos conociendo su historia y, sobre todo, su agenda dentro de la Iglesia. En este sentido, podríamos lanzarnos a una apuesta y pensar que León XIV será eclesialmente tradicionalista, políticamente dialogante, teológicamente moderado, moralmente conservador y socialmente sensible.

Para concluir, es importante volver sobre una cuestión clave: ¿por qué la pregunta central durante el cónclave fue si el sucesor continuaría con el legado de Francisco? Los interrogantes pudieron haber sido otros. Sin embargo, lo que más circuló en instancias de opinión, foros, diálogos y notas en distintos espacios —sociedad civil, organizaciones basadas en la fe, iglesias y religiones de todo tipo, especialistas académicos, entre otros— fue la preocupación —para bien o para mal— de cómo se continuaría con el legado papal de estas últimas décadas.

“Otra iglesia es posible.”

Esta pregunta sin duda nos interpela: el interrogante sobre la herencia de Francisco es uno que excede a la propia iglesia. Imprime un conjunto de deseos, proyecciones, miradas y demandas sobre lo que la sociedad en general vislumbra como necesidades y desafíos. Esta herencia representa, para muchos, tanto una amenaza como una esperanza. Una amenaza para sectores tradicionales que se resistieron a sus cambios; una esperanza para quienes desean ver concretadas y profundizadas sus propuestas.

La herencia de Francisco —más allá de los matices, las realidades y las posibilidades concretas de llevar adelante los cambios que se propuso— representa una mirada de la fe abierta al diálogo con la realidad, incluso en medio de desacuerdos y explicitando las diferencias. Fue un tiempo en que la imagen de y frente a la iglesia cambió considerablemente, al abrirse como un agente que reconoce su pluralidad interna, así como la de la sociedad en general, y que supo acercarse y aggiornarse un poco más, a pesar de las resistencias propias y ajenas.

En otros términos, la pregunta por Francisco es la pregunta por su persona como un significante que le excede como figura institucional, el cual ha inspirado —incluso para muchos/as no creyentes o personas de otras expresiones religiosas— a ver la fe y las espiritualidades desde otro lente y con otros potenciales de transformación.

¿Cómo acogerá León XIV este interrogante, el cual inscribe una demanda que va más allá de los miembros de su iglesia?

¿Cómo responderá a este llamado de “continuidad”, como un reclamo para seguir los pasos de un camino que Francisco no inventó, sino que posibilitó a raíz de las demandas históricas del pueblo? Los temores e incluso amenazas de “sisma” (tal como vimos en estos días, incluso de parte de importantes jerarcas eclesiásticos), ¿serán un límite para su trabajo o se confrontará en consonancia con lo que muchos y muchas exigen como una transformación inevitable para el fortalecimiento de la iglesia?

Y más aún: ¿cuál será el rol que asumirá el cristianismo católico en este tiempo de profunda crisis global? ¿Se plegará hacia sí misma como institución o enfrentará las transformaciones necesarias?

El tiempo nos dará la respuesta.

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